“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales...”
“El Inmortal”, Jorge Luis Borges.
Una obra artística (literaria, cinematográfica, pictórica, fotográfica, musical) que ha sido elevada al rango de “clásica” se caracteriza por que ha logrado establecer (por infinitos motivos) una relación amatoria intensa con la intemporalidad y con la universalidad, logrando así abolir el destino de olvido que potencialmente guardan todas las creaciones humanas. Sobreponerse a la extinción, anular la impermanencia y trascender el ámbito local del espacio en que la obra aparece, son los rasgos del carácter clásico de una creación artística. Dada esa prolongada permanencia en el tiempo y su travesía por diversas latitudes del planeta es que las obras clásicas van acumulando elogios, críticas, interpretaciones, comentarios, estudios profundos, comentarios baladíes: de ellas ya se ha dicho todo y no menos que bastante.
¿Qué nos queda entonces por decir una vez que ya hemos sucumbido a su embrujo? ¿Qué es legítimo escribir ante una explosión discursiva en torno a obras clásicas que se hainstalado como una estructura monolítica ante nuestros vacilantes pensamientos? ¿Nuestra debilidad estética por la obra es reflexiva y auténtica, o sólo es producto de un contagio acrítico por parte del sistema cultural imperante? Italo Calvino en su espléndido Por qué leer a los clásicos (que en realidad se refiere a sus clásicos) sostiene: “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.” Cuando el libro forma un resplandor de asombro y por tanto de fascinación, y se establece así un vínculo íntimo con quien lo lee, he ahí una obra clásica: “Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor.”
Ante un clásico lo que nos queda es precisamente eso, la confesión anecdótico-amorosa sobre la intensidad de la emoción estética, que describa los rasgos del latigazo a partir del cual se produjo nuestra particular fascinación, eso que el clásico nos dice de un modo inmejorable, y que nos lo dice como si hubiera intuido lo que nosotros pensábamos hace ya algún tiempo, y que nos robo las palabras precisas, o que no se podía haber dicho de una mejor manera, o que eso siempre lo habíamos sabido pero sin saberlo, y no teníamos manera de decirlo, o no habíamos encontrado las palabras, las imágenes, las notas musicales para expresarlo.
Voy a extrapolar esta tesis aplicable a la literatura, al universo del cine (que sin duda tiene un sustrato narrativo) para contar mi amorío cinematográfico con la película: Blade Runner (R.
Scott, 1982, EU.), un clásico contemporáneo de la cinematografía mundial (basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) ese thriller crepuscular de ciencia ficción que plantea un futuro (la ciudad de Los Angeles en el año 2019) en el que la ingeniería genética ha logrado su obra más evolucionada: androides prácticamente idénticos a los humanos, imposible de diferenciarlos a simple vista; de estos organismos llamados réplicos o replicantes (manufacturados por la compañía Tyrell), destaca la clase denominada Nexus 6 (físicamente superiores en fuerza y destreza motora, pero muy semejantes en inteligencia a sus diseñadores) que fue utilizada para formar ejércitos de esclavos para la colonización de otros planetas. Debido a que existía la posibilidad de que desarrollaran emociones propias les dieron sólo 4 años de vida como medida precautoria. Tras una rebelión sangrienta, la presencia de los replicantes en la Tierra fue declarada ilegal, y para ubicar y eliminar a los replicantes fugitivos se crearon escuadrones policiacos de elite, llamados Blade Runner.
Si abordamos la película como una típica y efectista historia de acción policiaca futurista (ni típica y efectista remotamente lo es) el tema nodal de la trama sería la cacería de cuatro replicantes rebeldes que clandestinamente han ingresado a la Tierra, liderados por Roy Batty (un androide de arrebatos líricos que evocan sus gestas interestelares), por uno de los agentes Balde Runner más eficaces, Richard Deckard (un antihéroe solitario y taciturno que cumple con su deber no tanto con la convicción gloriosa del policía ejemplar, sino porque no tiene más opción; y que, una vez cumplida su misión con eficacia, termina por convertirse en un fugitivo al huir con una replicante ilegal de la cual se ha enamorado). Tampoco lo encontramos en ésta oscura (y hasta cierto punto perversa) historia de amor condenada al fracaso (¿cual no?) entre la replicante Rachel (de siniestra y cándida belleza, osilante entre lo artificial y lo natural) y Deckard.
El centro argumental de la trama se localiza en el motivo por el que los replicantes ingresan a la Tierra, a saber: la inquietante duda existencial sobre el tiempo de vida que tienen, es decir, la pesada certeza vital que les aqueja de saberse finitos. La conciencia sobre la muerte y el afán de sobrevivencia de los androides (como el combustible vital) que ha logrado aparecer, por evolución espontánea, en su estructura orgánico-artificial, es el eje por el que se despliega toda la trama y la parte más sobresaliente de la historia. Saturados de la duda sobre cuánto tiempo de vida les resta, y hambrientos de sobrevivir, los impasibles replicantes emprenden su épica de indagación existencialista, y sus pesquisas les van dando pistas que los llevaran a enfrentar a su creador, el Dr. Tyrell (el Dios Padre de la biomecánica) al que le exigirían más tiempo de vida.
Roy Batty al borde de la muerte |
Los replicantes son prófugos por partida doble: de la ley que prohíbe su estancia en la Tierra, pero sobre todo, de la ley natural que no les permite vivir más de cuatro años; son los
típicos inconformes y transgresores de la ley, cuyo castigo será la condena inevitable de su eliminación o retiro (el eufemismo políticamente correcto que con total ironía se usa en el filme para describir que hay que acabar con su vida). Los androides fugitivos buscan llegar a su creador para reclamar más tiempo de vida, lo que profundamente revela que no son más que precarias entidades orgánico-artificiales ávidas de inmortalidad.
Deckard los persigue, debe matarlos, y también lucha por sobrevivir, pues conoce el instinto letal de los replicantes. Ellos huyen, quieren llegar a Tyrell y exigir más tiempo de vida, y matar si algo se interpone a sus apremiantes afanes. La película es una epopeya opaca (el aura de desencanto brilla en una atmósfera de infatigable crepúsculo y lluvia que nunca cesa) sobre la supervivencia, poblada de seres marginales y solitarios y desprovista de héroes. Poema visual, de oscuridad centellante, sobre la vida y la muerte y su enfrentamiento como la pulsación capital de los seres orgánicos. El cazador (Deckard, Roy Batty) y la presa (los replicantes y Dr. Tyrell), la persecución y la lucha se desarrollan por debajo de la luz pública, aunque la población aparezca como un decorado atareado e indiferente; un duelo clandestino relegado al submundo donde se libran las batallas cotidianas entre las fuerzas del orden y los enemigos del Estado, un Estado policiaco-tecnológico-corporativo que impone su derecho de vida y muerte de un modo absoluto, en un planeta Tierra que se ha convertido en una zona marginal, hiperpolusionada y las colonias paradisiacas del espacio exterior marcan el inicio de otra vida. Blade Runner es una saga de la certeza de la finitud tanto de lo natural como de lo artificial como motor de la vida, del afán de inmortalidad que aqueja a los seres fugaces, del peso de la conciencia de saberse mortal, en la que los personajes son movidos por ímpetus básicos para compensar su esencial finitud: el amor, la supervivencia, la postergación del exterminio, y que en la película alcanza su cenit, tanto en el encuentro del hijo pródigo de la ingeniería genética, Roy Batty, con su creador, el Dr. Tyrell, a quien termina por aniquilar (entre Dios y su hijo), y en el duelo final mortal entre el policía y el criminal (entre la ley y el infractor).
Obcecados y rudimentarios, los atribulados replicantes son precisos espejos de nosotros mismos. Inmunes al abstracto elixir de la inmortalidad, la impetuosa conciencia de la finitud biomecánica, nos abre a la profunda y sustancial carencia de tiempo, y a la siempre malograda lucha por la supervivencia, una lucha que, en su empecinada dramaturgia que precipita el advenimiento del patíbulo, representa la inútil postergación del ominoso final.
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