y el subrepticio impacto explosivo de su influjo en nuestras vidas.
Dedicado
al cansado naufragio
callado de tus signos.
La mayoría de las personas leemos las dedicatorias de los libros como un vano trámite, quizá porque pensamos que no tienen la sustancia suficiente para que sean dignas de darles un lugar destacado ya no digamos en el acervo privado de recuerdos literarios elegidos, sino en la más breve de nuestra memoria de corto plazo, y en no pocas ocasiones, pasamos la mirada por esas primeras páginas donde siempre se ubican, con la ansiosa prisa de llegar a los iniciales párrafos del texto principal, que ya no advertimos el contenido de la dedicatoria (en caso de que la tenga). Y si esto sucede es porque las dedicatorias son, en efecto, un gesto íntimo del autor, un suplemento sin el que la obra nunca ve afectada su existencia, un elemento accesorio que no le añade o resta ni calidad ni profundidad a la forma o al contenido; no es sabido que una dedicatoria le brinde o le arrebate fama o calidad a una obra literaria.
No obstante, por debajo de la superficie de las apariencias poseen un valor estético incuestionable.
Borges, por ejemplo, consideraba que las dedicatorias de los libros, por su carácter secreto, misterioso, tenían un lugar dentro de la serie de hechos inexplicables que nos gobiernan, a lado del universo o del tiempo, y luego aventuró a definirlas como un don, un regalo recíproco que, como todos los actos del universo, poseen un aura de inefable magia. También llegó a definirlas “como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre.” Las dedicatorias son eso: una serie de signos gráficos que construyen el nombre de una persona y que el escritor evoca en las páginas iniciales de la obra; el lector las pronuncia en cada lectura. Nuestro nombre nos coloca en calidad de fantasmas virtuales. Para Derrida, “un signo escrito, en el sentido corriente de esta palabra, es así, una marca que permanece, que no se agota en el presente de su inscripción y que puede dar lugar a una repetición en la ausencia y más allá de la presencia del sujeto empíricamente determinado que en un contexto dado la ha emitido o producido. Por ello se distingue, tradicionalmente al menos, la comunicación escrita de la comunicación oral…” Así, una dedicatoria implica la ausencia presente de la persona nombrada, es un signo de su presencia permanente, de su paso en nosotros, una pesada marca incesante que se queda ahí, no desaparece en la sola pronunciación del lector, y que regresa en cada lectura a perpetuidad.
El acto de pronunciar la dedicatoria es llevar la fuerza de la presencia física finita de alguien al espacio de su ausencia empírica infinita de la escritura. Además, la dedicatoria no es un mecanismo para mitigar esa no presencia actual, sino que, lejos de restarle peso a esa ausencia, la enfatiza de un modo decisivo.
La dedicatoria es una misteriosa forma de la evocación, de dejar la impronta del nombre de alguien en un objeto físico (un poco menos susceptible al olvido que un pensamiento efímero), dejar constancia de que quien detenta el nombre ocupa un lugar privilegiado en nuestra memoria a propósito del texto que simbólicamente se le obsequia. Se deja la huella en el mundo, la marca física de una emoción que alguna vez aleteó en nuestras interconexiones neuronales, le regalamos a la persona aludida la marca física de esa constancia. La presencia física como un eco enjaulado en la pronunciación escrita silenciosa de un nombre, evoca y suspende (aunque de manera parcial) una ausencia. La dedicatoria de un libro es materializar a un fantasma que durante todo el proceso de la escritura deambuló por las páginas, entre las intangibles hendiduras de las letras, es dejar huella de que se hace presente una ausencia. Es la invocación de una infatigable ausencia.
La persona aludida en el nombre pronunciado no forma parte del texto, pero esa exterioridad aparece como una especie de combustible misterioso para la configuración del libro, y es por ello que regalamos la obra, “el don del inaccesible tiempo en que se escribió y, lo que sin duda es menos íntimo, del mañana y del hoy”, dice Borges.
Mencionaré algunos ejemplos, respetando fielmente la disposición del texto de la dedicatoria en las páginas de los libros.
Están las que Nabokov siempre le regaló a su esposa, en todos sus libros, de un modo invariable, infatigable y rotundo:
“A Vera.”
Aquella de Carlos Fuentes de Geografía de la novela:
“A mi madre,
en el atardecer, en la aurora.”
“A Paco, que gustaba de mis relatos.” De Cortázar en Bestiario:
“Para Fay, Bea y Jim.” Milagros de vida de J.G. Ballard (autobiografía dedicada a sus tres hijos).
“A la memoria
de mi madre y de mi padre.” Submundo, Don Delillo.
“Dedicado a quien nunca
ha roto con nadie” De “Cosas que vuelan”, D. Coupland, La vida después de Dios.
Muchas veces son guiños clandestinos que sólo el autor conoce y que lanza al aire para que un receptor fantasmal pueda descifrarlos; en otras, no queda lugar a la duda sobre el destinatario, pero haya o no enigma producen curiosidad. Escuetas menciones de nombres como una alusión al tema tratado en el texto, un breve aleteo en la memoria y en el homenaje que se extiende hasta la pagina de un libro. Destacan las de Javier Marías en varias de sus novelas, pues encierran un enigma para el lector, y que manifiestan una grata y secreta complicidad entre el autor y el aludido:
“para Julia Altares
pese a Julia Altares
y a Lola Manera, de la Habana,
in memoriam”. En Corazón tan Blanco.
“Para Mercedes López-Ballesteros,
que me oyó la frase de Bakio
y me guardó las líneas ”. En Mañana en la batalla piensa en mí.
“para mi madre Lolita
que bien me ha conocido,
in memoriam;
y para mi hermano Julianín
que no llegó a conocerme,
y por tanto sin memoria” De Negra espalda del tiempo.
“Para Carmen López M,
que ha tenido la gentileza
de quererme seguir oyendo
pacientemente hasta el final”
Y para mi amigo Sir Peter Russell,
y mi padre, Julián Marías,
que generosamente me prestaron
buena parte de sus vidas,
“Para Mercedes López-Ballesteros,
por visitarme y contarme
Y para Carme López Mercader,
por seguir riendo a mi oído
y escuchándome”
De Los enamoramientos.
De Los enamoramientos.
Son un caso aparte las dedicatorias que son escritos personales (cartas postales, por ejemplo) deliberadamente presentados bajo la apariencia de textos literarios y que contienen un mensaje para que algún día, o nunca, llegue a su destinatario constantemente pensado por el autor, por que la intención es entrar en ese juego de las improbabilidades, como el cuento “Botella al mar” de Julio Cortázar, dedicado a la actriz británica Glenda Jackson.
Las dedicatorias, en su brevedad concisa, abarcan un universo que narra una historia, encierran secretos narrativos definidos por esa brevedad. Pero ¿qué historia subyace a las dedicatorias? Ese es el misterio al que se alude más arriba.
Un ejemplo inmejorable es la espléndida película La vida de los otros /Das Leben der Anderen (Florian Graf Henckel von Donnersmarck, Alemania, 2006) que transcurre en Berlin del Este, durante el ocaso de la República Democrática Alemana, y muestra el modo de operación de la STASI (Ministerio de Seguridad del Estado) o aparato de inteligencia del régimen socialista alemán. La película narra la manera en que el Ministro de Cultura encomienda al Capitán Gerd Weisler vigilar al dramaturgo Georg Dreyman, bajo sospecha de ser opositor al régimen. De esta manera el capitán Weisler a través del despliegue de una red de espionaje (micrófonos ocultos instalados en toda la casa del escritor, vigilancia de hábitos, horarios, rutinas) comienza a inmiscuirse en los detalles más nimios de la vida privada de Dreyman y de su pareja, la actriz Christa-Maria Sieland.
Conforme avanza el ominoso proceso de espionaje y crece la redacción de informes oficiales y secretos sobre la vida privada de la pareja, Weisler comienza a obtener información que suscitará la transformación de su conciencia, al contrastar su propia vida (hueca y rutinariamente gris) con la de la pareja (lúcida y apasionada), y al percatarse de los efectos que el régimen dictatorial provoca sobre los individuos: las razones reales para que el Ministro de Cultura ordenara vigilar a Dreyman (razones pasionales, simple y llanamente); el acoso sexual del Ministro de Cultura en contra de la actriz Christa-Maria; el suicidio de un amigo escritor de Dreyman, Albert Jerska, reprimido y relegado para el ejercicio de su profesión por razones de oposición al régimen.
La trama avanzará de tal modo que el vínculo oculto entre estos personajes llegará al nivel de que los informes que Weisler redacta sobre Dreyman serán totalmente ficticios, y uno le salve secretamente la vida al otro.
La película más allá de exponer el sistema de censura y persecución, de acoso y opresión, de la existencia nula de libertades básicas en un régimen socialista que asfixia y aniquila a los ciudadanos, en algún momento climático del film el espectador podrá sucumbir al asombro cuando advierte que, entre los incontables rasgos que la película nos hereda, destaca la certeza de que casi nunca le otorgamos el debido interés a las dedicatorias que algunos escritores imprimen en sus obras.
Las dedicatorias podrían ser, entonces, un signo indeleble del profundo efecto que la vida de los otros produce en la nuestra, y es posible que esa dedicatoria impacte en la vida de quien la inspiro y ahora puede leerla; a veces obviamos deliberadamente ese impacto de el otro en nuestra vida, y en otras somos totalmente inconscientes de que nuestra vida actual es producto de esa interconexión humana con otras personas. Pero es inevitable, hay diluidas ausencias que aspiramos a perpetuar con la estridente presencia del lenguaje, a compensar en la trémula brevedad de su evocación por escrito, a pesar de que con ello no merme nunca su insoportable vacío.
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