viernes, 24 de agosto de 2012

TOMAR (OCCUPY) LAS CALLES O LA INSURRECCIÓN PACÍFICA DE LOS CUERPOS

la rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos.

A. Pizarnik

A nivel mundial, las calles se han convertido en el escaparate idóneo para exponer, a través del grito masivo e insatisfecho, que no vivimos en un mundo perfecto. El subgénero literario de las pancartas se desborda de ingenio indignado. La máscara del indomable V, el héroe libertario del comic escrito por Allan Moore y dibujado por David Lloyd, V for Vendetta (V de Venganza), se reproduce a descomunal velocidad y se convierte en el emblema indeleble de la rebelión insatisfecha planetaria.

Portada del comic V for vendetta

La primera década del siglo XXI sin duda será recordada por el protagonismo que tuvieron los movimientos de protesta cuya frenética dispersión a nivel planetario sólo encuentra similitud con la dinámica de las epidemias.

La explosión de la revuelta social ha tenido características peculiares:

1) Movilizaciones pacíficas que han sido convocadas desde sectores de la sociedad civil (principalmente la clase media, informada y con educación media y superior) a través de las redes sociales que son explotadas a través de las nuevas herramientas de la información.
2) Sus demandas se detienen a cuestionar la funcionalidad del sistema político: su servilismo con las élites financieras que conforman el sistema económico (Estados Unidos, Europa), regímenes políticos dictatoriales y la inexistencia  de derechos civiles democráticos básicos como la libertad de expresión (Túnez, Egipto, Libia),  la desaparición de la educación pública y gratuita (Chile), su aparatosa corrupción y sus relaciones de complicidad con el monopolio de  medios masivos de comunicación (México).
3)  El trasfondo de las demandas oscila entre lo abiertamente antisistémico y lo sistémico perfectible.
4) La gente, en su mayoría nacida después de las revueltas sociales de los años sesenta, se moviliza ya no para aclamar al gurú militar o de los regímenes totalitarios del siglo XX, o para denunciar la explotación opresiva del capitalismo salvaje contra la clase obrera, sino para reclamar el fragmento de paraíso terrenal que prometen las democracias modernas.

Los ciudadanos ejercen el poder con sus propios medios.

El origen de las protestas deriva de un razonamiento crítico social fundamental: ¿hemos construido el mejor mundo posible? ¿Nuestro sistema social es el hábitat perfecto que ha cumplido con las promesas de la Modernidad: paz mundial, justicia social, progreso, desarrollo científico con humanismo?

El ciudadano contra la clase gobernante, radicalización de la comunicación entre gobernantes y gobernados, el espacio público se convulsiona pacíficamente, las movilizaciones sociales comienzan a definir el rostro de la normalidad del siglo XXI.

Bajo el signo del olvido de que son servidores públicos, la clase gobernante se instala en la arrogancia y el insolente desdén, o en el peor de los casos en la simulación que oculta su desprecio e incomodidad ante las demandas de la ciudadanía; esa actitud es replicada por algunos sectores conservadores de la población que desde el confort de su falso Olimpo no alcanzan a ver la necesidad de cambiar los vicios del sistema político que, de no atenderse de manera inmediata, amenazan la estabilidad del funcionamiento del sistema social, y que los actuales movimientos de protesta exhiben como los principales cortocircuitos sociales: dictaduras, falta de libertades básicas, desigualdad social, inequitativa distribución de la riqueza, corrupción política, ausencia de justicia social, sistema jurídico criminal.

Por ello, las movilizaciones sociales que salen a protestar a las calles se deslizan por la delgada línea entre la protesta pacífica y el disturbio violento; la confrontación de las fuerzas se mantiene en estado latente: las fuerzas del orden contra las fuerzas de la resistencia inconforme, entre la fuerza del Estado y las fuerzas racionales de la crítica y del disentimiento. El activismo político, y ahora, el ciberactivismo, son esencialmente peligrosas dada la incomodidad que producen.

Aunque hasta ahora, los actuales movimientos sociales y de protesta han sido fundamentalmente pacíficos, las sociedades occidentales se encuentran ante lo que podría denominarse: la insurrección pacífica de los cuerpos, de esos cuerpos que se organizan y marchan colmados de indignación y que muestran su fuerza física y simbólica al exorcizar su malestar vital y buscar soluciones a sus apremiantes demandas. Decir pacífica no implica afirmar que sean expresiones sumisas o dóciles, todo lo contario, si pensamos el sistema social como un constante campo de choque de fuerzas, de tensiones, de disputas, en el que los cuerpos son los instrumentos o los vehículos para confrontar a las fuerzas.

Las actuales de movilizaciones sociales masivas, representan una aparente ruptura (no absoluta, pero incómoda), un  fenómeno de resistencia contra dispositivos de dominación que Occidente ha insertado en el sistema social desde hace varios siglos.

Desde los siglos VXII y XVIII, con la formación de los Estados–Nación y con el comienzo de la expansión del capitalismo, las sociedades occidentales no han dejado de utilizar al cuerpo de los individuos “como objeto y blanco de poder, a través de métodos que aseguren la sujeción constante de sus fuerzas y le imponen una relación de docilidad-utilidad, es lo que se puede llamar las disciplinas.” [1] Hoy en día, aún están vigentes los lineamientos que ha establecido la sociedad disciplinaria, aquella que fabrica cuerpos sometidos y ejercitados, es decir, dóciles y capaces para ser regulados por las fuerzas económicas de la producción y por el poder político de la obediencia social.

En la protesta multitudinaria, en esa experiencia de fuerza masiva, el cuerpo rompe sus esquemas disciplinarios y se transmuta en un instrumento político de poder, de lucha, de oposición, de resistencia, y al mismo tiempo, en un arma de transformación masiva, en un disparador orgánico y consciente del cambio social.

Las manifestaciones civiles son un espacio virtual y móvil donde el cuerpo se convierte en idea, o bien, la idea se trasmuta en cuerpo masivo, cuerpo-masa que es idea, grito.

Dado que las marchas son actos simbólicos de insubordinación, sus riesgos consustanciales son innumerables: la represión violenta por parte de gobernantes autoritarios, y los ejemplos abundan así como la condena social generalizada, es por ello que algunos gobiernos han recurrido a otras tácticas de guerra de baja intensidad para desarticular a los grupos inconformes, a través de la persecución y el hostigamiento de los líderes visibles de los movimientos, la orquestación de campañas de desprestigio a través de los medios de comunicación; o, en el mejor de los casos, los integran a los aparatos institucionales por medio de prebendas y favores.
La fuerza del Estado materializada en brutalidad policiaca.
La práctica más extrema es la criminalización de la protesta para deslegitimar a los movimientos sociales y a los activistas utilizando métodos propios de las dictaduras, y así inhibir el ejercicio del derecho esencialmente democrático de la manifestación cívica. 

Recientemente, se ha documentado[2] el caso de un grupo de estudiantes de Quebec que organizaron una huelga general en defensa de la educación pública y gratuita, contra la corrupción política y su servidumbre a la élite financiera. La respuesta del gobierno de Quebec fue el decreto de una ley casi dictatorial que señala lineamientos precisos para las manifestaciones públicas que incluye la solicitud de permiso a la policía, y el máximo de personas que podrían participan, entre otras medidas de absurdo autoritarismo. El movimiento de estudiantes ya está infiltrado por individuos que incitan a la violencia para que las autoridades tengan elementos para proceder legalmente contra ellos de delitos tan graves como el de terrorismo. También ha quedado documenta la manera en que el FBI intentó desacreditar el movimiento Occupy en Cleveland, Ohio. Infiltró a dos jóvenes agentes para convencer a algunos manifestantes utilizar métodos más persuasivos para su movimiento; les proporcionaron información sobre la fabricación casera de bombas y otro agente encubierto les vendió explosivos para hacer volar un puente. Los estudiantes fueron procesados por terrorismo.

En México, un sector de la población (jóvenes universitarios de clase media y media-alta) ha roto una fuerte y arraigada tradición sumiso-autoritaria que circula por la sangre de la moral social (a la autoridad no se le cuestiona, se le respeta) y ha comenzado a movilizarse para manifestar inconformidades. Dicho sistema moral produce mecanismos de normalización de los individuos que presentan la distinción entre ciudadanos conformes/inconformes, críticos/acríticos, y obviamente construyen la virtud del lado de los ciudadanos conformes y acríticos, y condenando moralmente a los inconformes y críticos utilizando calificativos denigrantes como revoltosos, intolerantes, violentos, grupos que encabezan la dictadura del odio, etc; el sistema educativo nacional es una prueba rampante de estos anquilosados esquemas de sometimiento de la libertad y voluntad individuales, que fabrica de cuerpos y mentes dóciles que no hacen análisis críticos de la realidad, que no cuestionan, que no denuncien lo que está mal.

Un amplio sector de la sociedad mexicana (como nunca antes) exhibe su indignación contra el poder político corrupto en las elecciones presidenciales de 2012.

La visión obtusa del conservadurismo mexicano domina muchos espacios públicos y sataniza todo movimiento social que presente un espíritu crítico ciudadano contra la clase gobernante, a la que se le concibe como una subespecie de la monarquía nacional, y se pierde de vista el marco constitucional republicano que establece garantías individuales elementales de libertad de expresión, de asociación, de libre tránsito.

Una pieza clave que explica el renacimiento del afán de resistencia y de la voluntad de indignación que ha inspirado a las principales movilizaciones sociales mundiales es el libro Indignez vous! del francés Stéphane Hessel, sobreviviente de los campos de concentración nazis, donde invita a los jóvenes a renunciar a la indiferencia y cultivar la facultad de indignación y la del compromiso; les recuerda que sólo gracias a la fuerza de la indignación y de la movilización de los ciudadanos se escuchará el mensaje de que el mundo le pertenece a éstos y no a los Estados. El texto encierra un mensaje de esperanza y fomenta un ánimo de lucha, e insta a los jóvenes a indignarse y a luchar contra la desigualdad, todo basado en los principios y valores que defendía el Consejo Nacional de la Resistencia Francés contra la ocupación nazi en 1943.[3]

Sin duda, los movimiento de protesta tienden a desgastarse si sus demandas no se traducen en programas efectivos de trabajo dentro de los poderes del Estado. Sin embargo, uno no puede evitar asombrarse ante la pasión que despiertan las movilizaciones de protesta masivas que invaden y transitan las calles; la intensidad del espíritu que aspira cambiar el estado de las cosas con acciones que racionalmente no garantizan efectividad alguna; es el placer de la inconformidad enardecido por la utopía de acercar al mundo a cierto estrato remotamente perfecto.




[1] Vigilar y castigar, M. Foucault, Ed. Siglo XXI, México, 1993. p.141.
[2] “¿Estudiantes o terroristas?”, Lydia Cacho, El Universal.com.mx, 28 de mayo de 2012.
[3] “El derecho a la indignación”, Anne Marie Mergier, Revista Proceso, 16 de octubre de 2011, México.