sábado, 29 de octubre de 2011

LOS MALDITOS: SU REPRESENTACIÓN, SU DESTINO Y EL CINE.

El Dr. Hannibal Lecter, ¿un Satanás del siglo XX?
EL ORIGEN DE LA TRAGEDIA
Uno de los rasgos que caracteriza al orden del cosmos cinematográfico, el cual es al mismo tiempo un aspecto nodal de la estructura que ordena el despliegue de los acontecimientos del mundo de la vida cotidiana, es la incesante presencia --en el interior del curso existencial que constituye sus historias-- de un elemento sin el que, indefectiblemente, no habría nada que contar, es decir, el factor que acciona el gatillo que dispara y desencadena la vitalidad de la acción fílmica.
Innumerables veces, ese factor --negativo, anómalo-- irrumpe intempestiva o sigilosamente para perturbar y trastornar el transcurso apacible o riesgoso de la vida de los personajes, cuyo rompimiento es precisamente la condición de posibilidad de existencia de las historias de la pantalla grande.
Más allá de los diversos géneros y subgéneros, de los aspectos técnico-formales y de las consideraciones temáticas que conforman la naturaleza del universo ficcional del cine fabricado en los Estados Unidos, los malhechores que pueblan sus infinitas tramas han cobrado vida bajo el rostro de diversas representaciones; igualmente diversos han sido los medios que dan origen a esas figuras del mal, que brotan para instaurar el caos (guía de la ruta de la trama) y en cuya anulación, o en la restauración del orden, las ficciones fílmicas finalizan, si es que no se prefigura una secuela.

EL MAL ESTÁ ALLÁ AFUERA
Boris Karloff en Frankenstein 1931
Cada género y subgénero crea y reproduce sus propias figuras malignas, sus personajes-villano que ejecutan las acciones envenenadas, que empuñan los objetos que desatan la tragedia, que vierten la sangre, el delirio ya sea colectivo o individual, ante la inminente presencia del dolor, tanto físico como psicológico, y de la aniquilación total. Sin embargo, los géneros de lo fantástico, como el de la ciencia- ficción o el de horror, se han distinguido por representar al mal como una entidad profundamente ajena a la naturaleza del ser humano; el mal como fenómeno tangible o cosa que existe más allá de los actos, de la piel y la psique humanas, cuyo rumor estrepitoso transforma en pesadilla la vida de los personajes, y ante el que los espectadores conjuran su propia proclivilidad al pavor que estos entes malignos -- pergeñados por la voluntad imaginativa de los humanos-- les inspiran. La repugnancia profunda que se experimenta ante lo ajeno da origen, de manera automática, a la imagen fundamental del enemigo.
Desde sus inicios, el cine se ocupó de dotar de vida a los grandes clásicos de la literatura gótica del siglo XIX, como es el caso de la versión de Frankenstein (Alva Edison, 1910), o la versión de “El corazón delator” de Edgar Allan Poe a cargo de D.W. Griffith en 1925. Más tarde estarían las famosas caracterizaciones del actor Lon Chaney en cintas como El fantasma de la opera/The phantom of the opera (Rupert Julian,25) y El monstruo/The monster (Ronald West,26) hasta llegar a la legendaria era del horror de la década de los años 30 cuando el género estaba ya prácticamente conformado por reglas y personajes delineados, como en Frankenstein (James Whale, 31), Drácula (Tod Browning,31), El hombre invisible/The invisible man (J.Whale,33) y La novia de Frankenstein/The bride of Frankenstein (J.Whale, 33). Género clásico de horror cinematográfico, donde el resorte del espanto radica en la fisonomía humana averiada y deformada hasta la aberración, trastornada en otra cosa infinitamente distinta a lo antropomorfo, y en el relato fantástico que creaba al monstruo y al entorno de sus andanzas malignas, además de la atmósfera invadida de sombras que cinematográficamente recubría a dicho relato.

A su vez los relatos fílmicos de ciencia-ficción han representado al mal a través de fisonomías tan terroríficas como contrapuestas entre sí, pero también como entidades externas al ser humano (diferentes de manera radical) desde animales trasmutados como en K i n g K o n g (Merian C. Cooper, 33), pasando por las escalofriantes arañas de Tarántula y las descomunales hormigas de El mundo en peligro en los años 50. Esta década que destaca por haber sembrado y alimentado, además de las mutaciones de entes zoológicos, el horror de la amenaza extraterrestre, ejemplo paradigmático es La guerra de los mundos (53). Este género, donde se mezclan la imaginación fantástica y el auge tecnológico de la época, anima al mal a través de la fauna de animales insólitos producidos por el capricho de la naturaleza o la seducción del ser humano por la ciencia y la técnica, además de que cultiva el juego paranoico de urdir mundos paralelos en los que el mal a padecer y aniquilar es la inquietante e insoportable amenaza de descarnados entes extraterrestres.

MÁS REAL QUE LO REAL
Alien, diseñado por H.R. Giger
La evolución de la técnica ha posibilitado el incesante perfeccionamiento de los aparatos y de los métodos de filmación hasta el nivel que ha hecho probable lo que para otras épocas era altamente improbable: el simulacro de la realidad que constituye el cine ha ido adquiriendo no sólo un alto grado de verosimilitud – cuando esta realidad se pone en relación con la extracinematográfica-, sino que incluso ha conformado un espacio o nivel de realidad alterno del cual ha brotado. Como secuela irreversible, los géneros de ciencia-ficción y el de horror han incrementado las dosis de verosimilitud de los efectos de realidad tanto de los escenarios como de los personajes malignos que pueblan sus relatos ficticios proyectados en imágenes provistas de vida y movimiento.
Para terrenalizar estas disquisiciones teóricas, todavía en la línea de cintas que representan al mal como una entidad no-humana que amenaza al hombre, y ya dentro de la segunda mitad de este siglo, aparece una película que, según el diagnóstico del discurso de la crítica cinematográfica, irrumpió para darle otro respiro de pavor al cine de la amenaza extraterrestre: se trata de Alien, el octavo pasajero/Alien (Scott, 79). En ella, la existencia de una criatura extraterrestre casi infalible y dotada de un instinto criminal devastador, se traducía, para los vulnerables personajes humanos, como la materialización misma del mal absoluto engendrado por las azarosas fuerzas del cosmos. De ella brotarían varias secuelas y clones como el caso de Especies/Species (Donaldson,95), cuyo alienígena fue diseñado por la insólita mente de H.R. Giger, mismo creador de la organismo biomecánico de Alien. Por otro lado, en Invasión/The Starship Troopres (Verhoeven, 97), la figura maligna-alienígena aparece corporeizada en los enromes arácnidos del plantea Klendathu, la cual es combatida por terrícolas del futuro. Asimismo, dentro de la vertiente de cintas en la que la furia de las formas del mal es desatada por acciones humanas y donde acontece el inevitable enfrentamiento con ellas, destacan los filmes que van desde King Kong (Merian C. Cooper, 33) a la recreación hollywoodense de Godzila (Emmerich, 98), pasando por Parque jurásico/Jurassic Park (Spielberg, 93) y su infortunada secuela El mundo perdido/The Lost World (97), y Mimic (Del Toro, 97), por citas algunos ejemplos multipublicitados.
Este cine fantástico convoca la repulsión a la amenaza de lo desconocido, la aversión hacia aquellos organismos que representan la otredad radical frente a lo antropomorfo, suscitando el enfrentamiento de lo humano con aquello que es insondablemente diferente. De este modo, se conforma un mundo imaginario poblado de monstruos provenientes de la oscuridad incognoscible de la galaxia, o manufacturados gracias a los afanes del hombre por recodificar las especies del entorno físico o manufacturar nuevas; entidades amenazantes que cristalizan la vulnerabilidad y finitud humanas, aunque siempre, tarde o temprano, la fuerza maligna de tales engendros es aniquilada.
Traspasada la mitad del siglo XX, figura la amenaza de bestias no-humanas, fabricadas para el cinematógrafo a través de efectos especiales ultrasofisticados, en Aullido/The Howling (Dante,80), Un lobo americano en Londres/An American were wolf in London (Landis,81), el remake de Un hombre americano en París (Waller,97); además, destacan el trío de asesinos seriales suprahumanos de Halloween (Carpenter,78), Viernes 13/Friday the 13 th (Cuningham, 80) y Pesadilla en la calle del infierno/Nigthmare on Elm street (Craven,85) protagonizada por el asesino onírico Freddy Kruguer, o las readaptaciones de los clásicos de horror de los 30 en Bram ́s Stoker’s Dracula (Coopola,92) y Mary Sheally’s Frankenstein (Branagh,94).
Otros filmes del cine fantástico, han explotado y materializado al enemigo en la imagen paradigmática del mal de la cultura occidental postgreco-latina: Satanás. Dicho icono ha sido explotado en cintas como El bebé de Rose Mary/Rosemary's Baby (Polanski, 68), El exorcista/The Exorcit (Friedkin, 73), La profecía/The Omen (Donner, 76), El despertar del diablo (Raimi, 82), o El abogado del diablo/ The Devil's Avocate (Hackford, 97).

THE DEVIL INSIDE
Jack Nicholson en El Resplandor
Cuando el crimen dejó de existir sólo para el periodismo sensacionalista, la literatura pulp y la novela negra, y arrancó su carrera existencial dentro del mundo de la ficción cinematográfica, el mal también pasó a encarnarse en entidades corpóreas tan semejantes a los seres humanos que bien podía ser cualquiera de nosotros (1). De ese modo, el cine estadounidense comenzó a insertar a su sistema los aterradores pero cautivantes casos de la nota roja periodística, o bien, historias ficticias que integraban elementos fantásticos con datos extraídos de casos reales. 
Un ejemplo emblemático de la segunda mitad del siglo XX, donde el mal está encarnado ya no en entidades radicalmente diferentes al humano es El Resplandor (S. Kubrick, 80). En esta cinta, de apabullante delirio de persecución, el agente del mal es la locura de Jake Torrance, es decir, una especie de fuerza dislocada que el ser humano no puede controlar a través de la voluntad, aunque producida por fuerzas paranormales de seres que se resisten a abandonar el mundo y mantienen proyectado el débil resplandor de su breve paso por la vida, la cual les fue arrancada de manera atroz.
Para hablar de la última década del siglo XX, en vías de consolidación genérica se localizan las fábulas realistas de los 90 cuyos protagonistas principales son los seres humanos con distorsiones y anomalías cerebrales; casos de individuos de carne y hueso que, luego de que una tempestad neuronal se tradujera en masacres masivas o seriales, fueron transportados del género periodístico de la nota roja al cine (2). Se trata del subgénero de los serial killers (las figuras privilegiadas del mal de fin de siglo), el cual, después del éxito de El silencio de los inocentes/The Silence of the Lambs (Demme, 91) mostró su capacidad para seducir al público masivo, hasta llegar a la teleserie Millenium/ Millenium de Chris Carter.
Psicosis/Psycho (Hickcock,60), A sangre fría/In Cold Blood (Brooks, 67), Amantes sanguinarios/The Honeymoon Killers (Kastle, 69), Masacre en cadena/The Texas Chain Saw Massacre (Hooper, 74), Henry, retrato de un asesino en serie/Henrey, portrait of a serial killer (McNaughton,90), son sólo algunos ejemplos de esas cintas que han ido conformando un nuevo subgénero fílmico denominado true crime. Ficciones cinematográficas donde las cristalizaciones del mal ya no consisten en ser figuras ajenas a la de los seres humanos, como sí lo fueron los monstruos extraterrestres, los animales mutantes, los muertos vivientes e incluso los psicópatas sobrenaturales como Freddy Krugger o Michael Myers. Ahora, los psicópatas que alguna vez sí existieron, constituidos por una infancia pletórica de torturas y crimen, son los personajes que habitan la geografía de este subgénero de horror realista, donde la amenaza siempre convertida en caos, la tragedia, y el terror de la tortura añadida del personaje de saber que está muriendo al ser descuartizado pieza por pieza, ya no proviene de aquellos organismos radicalmente diferentes a los seres humanos; el terror suscitado por el enemigo ya no radica en aquella fauna fantástica y desconocida que siempre es castigada con el destino de la aniquilación. Ahora, la amenaza proviene de seres humanos que conocen nuestro número telefónico como en Scream (Craven, 96), o que saben lo que hicimos y claman venganza como en Sé lo que hicieron el verano pasado/I know what you did last summer (Gillespie, 97), Scream 2 (Craven, 97), y Leyenda urbana/Urban Legend (Blank, 98), o que, simplemente, persiguen obtener aquel extraño placer de regodearse con el dolor ajeno como sucede en la anticomplaciente cinta austríaca Juegos divertidos/Funny Games (Haneke, 97). (3)
El doble-maldito en LostHighway
No obstante que durante los 90 el mal retornó otra vez al ser humano, las propuestas formales de las cintas mencionadas no han hecho otra cosa que mostrar al mal como otra exterioridad, muy semejante a la de los animales mutantes o los aliens. La propuesta estética de aquellas cintas es tan realista que aspira sólo a representar las fechorías de los humanos malditos. El mal radica en el hombre, es un hecho, pero la representación cinematográfica sigue siendo exterior; el maldito existe más allá de nuestra piel. Ninguna de aquellas cintas ha tomado el reto de explorar el punto de mira mismo del maldito, mostrar el mundo desde de la mirada del personaje-malhechor, como lo consigue de manera magistral Por el  lado oscuro del camino/Lost Highway (97) de David Lynch. La cinta explora y expone los detalles del modo de percepción del sujeto que ha padecido una fuga psicogénica --término médico-siquiátrico referente al cambio de personalidad--, por lo que Lynch sumerge al espectador en la pesadilla misma de la locura. Dado que la cinta ofrece las imágenes de la percepción del mundo del maldito, en este caso un loco, la pantalla se convierte en la proyección fílmica de los estados mentales de un sujeto con distorsiones neurológicas. Dentro del filme, la materialización del mal recae en una figura misteriosa (Robert Blake), quien mantiene una semejanza genética incuestionable con Nosferatu, el cual, como un demonio metafísico, parece acosar e incitar a cometer un crimen al personaje principal Fred Madison (Bill Pullman), no obstante, este misterioso personaje no es otra cosa que una proyección holográfica fabricada en el interior del desorden de neuronas del cerebro de Madison.
Más allá de los atributos narrativos, de los impactos visuales y de la fascinante banda sonora de la cinta, Lynch pone en evidencia uno de los rasgos que definen un aspecto de la contemporeneidad occidental: el mal no es otra cosa que una tempestad incontenible de distorsiones neuronales.
Tony Montana, antes de morir acribillado. Scarface (1983)
Dentro de este rubro de malditos, existe otro donde los humanos, consciente y libremente, transgreden las normas jurídicas conviertiéndose así en criminales; no se puede soslayar todo el cine negro estadunidense, donde el tema de los infractores a la ley se convierte en el epicentro de sus tramas, con películas como Cara Cortada /Scarface (H. Hawks, 1932) y su ya clásico remake protagonizado por Al Pacino de 1983, con guion de Oliver Stone y dirección de Brain De Palma; o la insólita saga de cine gansteril de El Padrino de Francis Ford Coopola, o las ya también clásicas cintas de Martin Scorsese como GoodFellas/Buenos Muchachos (1990) y Casino (1995).

CRIMEN Y CASTIGO
Roy Batty, el maldito "retirado" en Blade Runner
Si el previsible destino de la aniquilación siempre se ha cumplido en los filmes donde el agente maligno es completamente extraño a la naturaleza del ser humano, como sucede en Alien, todavía en los filmes en los que tal agente comenzaba a semejarse un poco al hombre bajo la forma de replicantes rebeldes como en Blade Runner (R. Scott, 82), donde estos eran finalmente retirados, el destino que estos subgéneros le han adjudicado a los malditos pocas veces no ha sido catastrófico. Generalmente, el factor negativo encarando en algún personaje humano o bestial o ambos, es castigado ya sea con la muerte, con la pesadez los recuerdos y la culpa, o con el destino de padecer el suplicio racional-instrumental del encierro cuando el maldito es enviado a los sitios (la cárcel o el hospital psiquiátrico) que la modernidad ha edificado para confinar a los enemigos de la razón y la normalidad.
En esta tendencia del cine hollywoodense de hacer triunfar –luego de una cruenta lucha de poder-- al bien sobre el mal, subyace el tipo de creencia secular –pero cuyas raíces son eminentemente producto de sistemas de pensamiento religioso- que sostiene que si los actos de un individuo transgreden los límites de las disposiciones de un código moral, religioso o jurídico, necesariamente se convertirá en el blanco sobre el que irán a incrustarse las flechas de la tragedia, el castigo y del sufrimiento, es decir, que necesariamente tendrá que pagar el precio de sus acciones transgresoras o malignas. El castigo al malvado, como destino inexorable, de no aplicarlo el sistema jurídico-humano, lo ejecutará esa entidad tan problemática como metafísica denominada la ley de la vida; seudoconcepto que supone que existe un tipo de orden supraterrenal y alterno al de los códigos de las instituciones humanas (discursos con métodos y procedimientos concretos que establecen castigos y sanciones para quienes viven al margen de ellos, además de que fabrican o inventan la figura del delincuente, o el infractor) que al ser violados por el sujeto, este se hiciera acreedor, de modo ineludible, a esa especie de justicia no-humana, que castiga, según este discurso, a todo aquel que quebrante su armonía esencialmente buena.
Para probar la existencia de este estado de cosas basta revisar las cintas citadas, o aquellas fábulas realistas donde los malditos transgreden determinados códigos (morales o jurídicos) por impulsos tanto de codicia económica como de placeres carnales (La sangre de Romeo/Romeo is Bleeding de Peter Medak, o Corrupción judicial/Bad Lieutenant de Abel Ferrara); filmes en los que destaca el espíritu insatisfecho de los personajes con su condición socio-existencial (Todo por un sueño/To die for de Gus Van Sant), detonante nodal del afán transgresivo de sus actos motores, actitud que será severamente castigada a través del suplicio de los recuerdos y la culpa.
Según los engranajes de este sistema de pensamiento, quienes no sigan las líneas conductuales que determinan los códigos éticos, jurídicos o religiosos, están condenados a tener que pagar, tarde o temprano, el precio de sus actos malditos, más allá del profundo e incomunicable placer que tales acciones les hayan producido.



NOTAS
1. El cine negro norteamericano originado en los años 30, destaca por explotar temas criminales, donde los protagonistas principales son los gángsters, asesinos a sueldo, policías corruptos y demás fauna antropológica que vive más allá de la frontera de la ley.
2. Al respecto cabe consultar textos como Asesinos seriales (Ed. Nueva Imagen) y El cine oscuro (Ed. Times Editores) del crítico e historiador de cine Rafael Aviña.
3. Me tomo la licencia de citar un filme realizado fuera de la industria cinematográfica de Hollywood, pues parece no existir otra cinta donde se exponga de manera tan rutilante --a pesar de que todo detalle de violencia explícita sucede fuera de cuadro-- el juego de la humillación, de la tortura física, pero sobre todo psicológica, por simple y llano placer.


** Texto publicado por la revista Origina en el año 2000, y sutilmente “recargado” para esta versión. En próximas fechas aparecerá un nuevo análisis de la manera en que la primera década del siglo XXI ha abordado el temas de los malditos y cómo se ha respresentado el mal en el cine.



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sábado, 22 de octubre de 2011

Sueño de un acto terrorista de verano en Times Square


El esbozo cerebral (fragmentado en partículas aún dispersas) de un acto terrorista que flota en el limbo de lo que aún no sucede pero que se volverá cierto. Times Square, Nueva York, abril 2010.


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viernes, 14 de octubre de 2011

Abre los ojos (al vacío atómico sin consuelo de su ausencia)


A
T.C.C.

“En el último día del mundo dirás su nombre.”

José Emilio Pacheco, “De algún tiempo a esta parte”.


Y entonces abrí los ojos con el ímpetu exhausto de un resucitado. Inmediatamente me asaltó la sensación lejana del recuerdo de un sueño en cuyo decurso nunca volvía a verte. A medida que fueron pasando los minutos, y luego las horas, me dí cuenta que aquel sueño que había tenido dentro de las entrañas del dispositivo tecnologizado de realidad virtual, se había transfigurado en un suceso de lo real con rasgos de pesadilla.

Luego de despertar pronuncié tu nombre: Sofía. Y lo dije como si me asistiera la certeza de que la enunciación por sí sola fuera a traerte de regreso: Sofía.
Las letras tejidas por mi boca convertidas en trémulo vaho moribundo de sonido, se desdibujaron al instante siguiente como si nunca hubieran existido: Sofía.

Sólo me quedó el vacío atómico de un planeta anegado de palabras huecas:

Quiero irme
contigo
a donde no sé
que te fuiste.





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viernes, 7 de octubre de 2011

KATE BECKINSALE O EL PALACIO IMPERFECTO DE LA BELLEZA ABSOLUTA


 En la película Brokendown Palace (1999) la actriz británica Kate Beckinsale (1973) aparece como coprotagonista. No sucede así con su decisiva belleza astronómica.
Si bien ella figura en el cartel publicitario en un segundo plano, sus rasgos físicos (la voz incluida) desplazan a una dimensión, prescindible y aburrida, la totalidad del universo del filme (protagonista, trama, fotografía, banda sonora).
El cuerpo, como un insólito desplante de sensualidad desbordada, sostiene el fervor arrogante de la cabellera negra que contrasta, en perfecta sincronía, con el fulgor rosa pálido-lunar de la piel y con el casi furtivo verdor de las pupilas, con las pecas que apenas parpadean sobre la cara su álgebra breve, y todo ello para abrirle paso a la sonrisa como la cúspide que, con la suma de las partes, conforman el límite cósmico de la belleza.
Desde el estreno de la película, han transcurrido doce años; en un principio pensé que era una pena advertir que ella nunca volvería a ser tan bella como lo fue entonces (aunque hoy en día persista casi incólume), en ese momento, aquel que la película guarda y que por ahora le asegura un transitorio retazo de eternidad.
Sin embargo, recordé que el pensamiento de la Antigüedad Clásica argüía que los dioses envidiaban a los hombres, y los envidiaban por su condición mortal, por que, dado ese destino inexorable, cualquier momento podría ser el último. La sucesión en el tiempo nos condena a un incesante proceso de extinción que le otorga a los actos, a las cosas, y a los momentos el aura del encanto de la fragilidad de lo irrecuperable, de lo precario; de otro modo, nos secuestraría la vacuidad del tedio hasta llegar al hartazgo.
El carácter mortal de la actriz, le otorga a su belleza un valor que de otro modo nunca habría podido poseer; condenada a no perdurar y eventualmente a morir, dicha imperfección le da relieve a ese exiguo momento que vimos perderse y que ahora, no sin un afán estéril, trato de recuperar.

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