viernes, 18 de noviembre de 2011

La vida de los otros, las dedicatorias de los libros

y el subrepticio impacto explosivo de su influjo en nuestras vidas.


Dedicado
al cansado naufragio
callado de tus signos.

La mayoría de las personas leemos las dedicatorias de los libros como un vano trámite, quizá porque pensamos que no tienen la sustancia suficiente para que sean dignas de darles un lugar destacado ya no digamos en el acervo privado de recuerdos literarios elegidos, sino en la más breve de nuestra memoria de corto plazo, y en no pocas ocasiones, pasamos la mirada por esas primeras páginas donde siempre se ubican, con la ansiosa prisa de llegar a los iniciales párrafos del texto principal, que ya no advertimos el contenido de la dedicatoria (en caso de que la tenga). Y si esto sucede es porque las dedicatorias son, en efecto, un gesto íntimo del autor, un suplemento sin el que la obra nunca ve afectada su existencia, un elemento accesorio que no le añade o resta ni calidad ni profundidad a la forma o al contenido; no es sabido que una dedicatoria le brinde o le arrebate fama o calidad a una obra literaria.
No obstante, por debajo de la superficie de las apariencias poseen un valor estético incuestionable.
Borges, por ejemplo, consideraba que las dedicatorias de los libros, por su carácter secreto, misterioso, tenían un lugar dentro de la serie de hechos inexplicables que nos gobiernan, a lado del universo o del tiempo, y luego aventuró a definirlas como un don, un regalo recíproco que, como todos los actos del universo, poseen un aura de inefable magia. También llegó a definirlas “como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre.” Las dedicatorias son eso: una serie de signos gráficos que construyen el nombre de una persona y que el escritor evoca en las páginas iniciales de la obra; el lector las pronuncia en cada lectura. Nuestro nombre nos coloca en calidad de fantasmas virtuales. Para Derrida, “un signo escrito, en el sentido corriente de esta palabra, es así, una marca que permanece, que no se agota en el presente de su inscripción y que puede dar lugar a una repetición en la ausencia y más allá de la presencia del sujeto empíricamente determinado que en un contexto dado la ha emitido o producido. Por ello se distingue, tradicionalmente al menos, la comunicación escrita de la comunicación oral…” Así, una dedicatoria implica la ausencia presente de la persona nombrada, es un signo de su presencia permanente, de su paso en nosotros, una pesada marca incesante que se queda ahí, no desaparece en la sola pronunciación del lector, y que regresa en cada lectura a perpetuidad.
El acto de pronunciar la dedicatoria es llevar la fuerza de la presencia física finita de alguien al espacio de su ausencia empírica infinita de la escritura. Además, la dedicatoria no es un mecanismo para mitigar esa no presencia actual, sino que, lejos de restarle peso a esa ausencia, la enfatiza de un modo decisivo.
La dedicatoria es una misteriosa forma de la evocación, de dejar la impronta del nombre de alguien en un objeto físico (un poco menos susceptible al olvido que un pensamiento efímero), dejar constancia de que quien detenta el nombre ocupa un lugar privilegiado en nuestra memoria a propósito del texto que simbólicamente se le obsequia. Se deja la huella en el mundo, la marca física de una emoción que alguna vez aleteó en nuestras interconexiones neuronales, le regalamos a la persona aludida la marca física de esa constancia. La presencia física como un eco enjaulado en la pronunciación escrita silenciosa de un nombre, evoca y suspende (aunque de manera parcial) una ausencia. La dedicatoria de un libro es materializar a un fantasma que durante todo el proceso de la escritura deambuló por las páginas, entre las intangibles hendiduras de las letras, es dejar huella de que se hace presente una ausencia. Es la invocación de una infatigable ausencia.
La persona aludida en el nombre pronunciado no forma parte del texto, pero esa exterioridad aparece como una especie de combustible misterioso para la configuración del libro, y es por ello que regalamos la obra, “el don del inaccesible tiempo en que se escribió y, lo que sin duda es menos íntimo, del mañana y del hoy”, dice Borges.
Mencionaré algunos ejemplos, respetando fielmente la disposición del texto de la dedicatoria en las páginas de los libros.
Están las que Nabokov siempre le regaló a su esposa, en todos sus libros, de un modo invariable, infatigable y rotundo:

“A Vera.”

Aquella de Carlos Fuentes de Geografía de la novela:
“A mi madre,
en el atardecer, en la aurora.”

“A Paco, que gustaba de mis relatos.” De Cortázar en Bestiario:

“Para Fay, Bea y Jim.” Milagros de vida de J.G. Ballard (autobiografía dedicada a sus tres hijos).

“A la memoria
de mi madre y de mi padre.” Submundo, Don Delillo.

“Dedicado a quien nunca
ha roto con nadie” De “Cosas que vuelan”, D. Coupland, La vida después de Dios.

Muchas veces son guiños clandestinos que sólo el autor conoce y que lanza al aire para que un receptor fantasmal pueda descifrarlos; en otras, no queda lugar a la duda sobre el destinatario, pero haya o no enigma producen curiosidad. Escuetas menciones de nombres como una alusión al tema tratado en el texto, un breve aleteo en la memoria y en el homenaje que se extiende hasta la pagina de un libro. Destacan las de Javier Marías en varias de sus novelas, pues encierran un enigma para el lector, y que manifiestan una grata y secreta complicidad entre el autor y el aludido:


 “para Julia Altares
 pese a Julia Altares
 y a Lola Manera, de la Habana,
 in memoriam”.  En Corazón tan Blanco.
 
 “Para Mercedes López-Ballesteros,
     que me oyó la frase de Bakio
     y me guardó las líneas ”. En Mañana   en la batalla piensa en mí.


 “para mi madre Lolita
    que bien me ha conocido,
    in memoriam;
    y para mi hermano Julianín
    que no llegó a conocerme,
    y por tanto sin memoria” De Negra espalda del tiempo.

“Para Carmen López M,
que ha tenido la gentileza
de quererme seguir oyendo
pacientemente hasta el final”

Y para mi amigo Sir Peter Russell,
y mi padre, Julián Marías,
que generosamente me prestaron
buena parte de sus vidas,
in memoriam”   De Tu rostro mañana 3, Veneno y sombra y             adiós.

 “Para Mercedes López-Ballesteros,
     por visitarme y contarme

     Y  para Carme López Mercader,
     por seguir riendo a mi oído
     y escuchándome”   
     De Los enamoramientos.

Son un caso aparte las dedicatorias que son escritos personales (cartas postales, por ejemplo) deliberadamente presentados bajo la apariencia de textos literarios y que contienen un mensaje para que algún día, o nunca, llegue a su destinatario constantemente pensado por el autor, por que la intención es entrar en ese juego de las improbabilidades, como el cuento “Botella al mar” de Julio Cortázar, dedicado a la actriz británica Glenda Jackson.
Las dedicatorias, en su brevedad concisa, abarcan un universo que narra una historia, encierran secretos narrativos definidos por esa brevedad. Pero ¿qué historia subyace a las dedicatorias? Ese es el misterio al que se alude más arriba.
Un ejemplo inmejorable es la espléndida película La vida de los otros /Das Leben der Anderen (Florian Graf Henckel von Donnersmarck, Alemania, 2006) que transcurre en Berlin del Este, durante el ocaso de la República Democrática Alemana, y muestra el modo de operación de la STASI (Ministerio de Seguridad del Estado) o aparato de inteligencia del régimen socialista alemán. La película narra la manera en que el Ministro de Cultura encomienda al Capitán Gerd Weisler  vigilar al dramaturgo Georg Dreyman, bajo sospecha de ser opositor al régimen. De esta manera el capitán Weisler a través del despliegue de una red de espionaje (micrófonos ocultos instalados en toda la casa del escritor, vigilancia de hábitos, horarios, rutinas) comienza a inmiscuirse en los detalles más nimios de la vida privada de Dreyman y de su pareja, la actriz Christa-Maria Sieland.
Conforme avanza el ominoso proceso de espionaje y crece la redacción de informes oficiales y secretos sobre la vida privada de la pareja, Weisler comienza a obtener información que suscitará la transformación de su conciencia, al contrastar su propia vida (hueca y rutinariamente gris) con la de la pareja (lúcida y apasionada), y al percatarse de los efectos que el régimen dictatorial provoca sobre los individuos: las razones reales para que el Ministro de Cultura ordenara vigilar a Dreyman (razones pasionales, simple y llanamente); el acoso sexual del Ministro de Cultura en contra de la actriz Christa-Maria; el suicidio de un amigo escritor de Dreyman, Albert Jerska, reprimido y relegado para el ejercicio de su profesión por razones de oposición al régimen.
La trama avanzará de tal modo que el vínculo oculto entre estos personajes llegará al nivel de que los informes que Weisler redacta sobre Dreyman serán totalmente ficticios, y uno le salve secretamente la vida al otro.
La película más allá de exponer el sistema de censura y persecución, de acoso y opresión, de la existencia nula de libertades básicas en un régimen socialista que asfixia y aniquila a los ciudadanos, en algún momento climático del film el espectador podrá sucumbir al asombro cuando advierte que, entre los incontables rasgos que la película nos hereda, destaca la certeza de que casi nunca le otorgamos el debido interés a las dedicatorias que algunos escritores imprimen en sus obras.
Las dedicatorias podrían ser, entonces, un signo indeleble del profundo efecto que la vida de los otros produce en la nuestra, y es posible que esa dedicatoria impacte en la vida de quien la inspiro y ahora puede leerla; a veces obviamos deliberadamente ese impacto de el otro en nuestra vida, y en otras somos totalmente inconscientes de que nuestra vida actual es producto de esa interconexión humana con otras personas. Pero es inevitable, hay diluidas ausencias que aspiramos a perpetuar con la estridente presencia del lenguaje, a compensar en la trémula brevedad de su evocación por escrito, a pesar de que con ello no merme nunca su insoportable vacío.


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lunes, 7 de noviembre de 2011

BLADE RUNNER: TIEMPO SUFICIENTE

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales...” 

“El Inmortal”, Jorge Luis Borges.


Una obra artística (literaria, cinematográfica, pictórica, fotográfica, musical) que ha sido elevada al rango de “clásica” se caracteriza por que ha logrado establecer (por infinitos motivos) una relación amatoria intensa con la intemporalidad y con la universalidad, logrando así abolir el destino de olvido que potencialmente guardan todas las creaciones humanas. Sobreponerse a la extinción, anular la impermanencia y trascender el ámbito local del espacio en que la obra aparece, son los rasgos del carácter clásico de una creación artística. Dada esa prolongada permanencia en el tiempo y su travesía por diversas latitudes del planeta es que las obras clásicas van acumulando elogios, críticas, interpretaciones, comentarios, estudios profundos, comentarios baladíes: de ellas ya se ha dicho todo y no menos que bastante.
¿Qué nos queda entonces por decir una vez que ya hemos sucumbido a su embrujo? ¿Qué es legítimo escribir ante una explosión discursiva en torno a obras clásicas que se hainstalado como una estructura monolítica ante nuestros vacilantes pensamientos? ¿Nuestra debilidad estética por la obra es reflexiva y auténtica, o sólo es producto de un contagio acrítico por parte del sistema cultural imperante? Italo Calvino en su espléndido Por qué leer a los clásicos (que en realidad se refiere a sus clásicos) sostiene: “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.” Cuando el libro forma un resplandor de asombro y por tanto de fascinación, y se establece así un vínculo íntimo con quien lo lee, he ahí una obra clásica: “Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor.”
Ante un clásico lo que nos queda es precisamente eso, la confesión anecdótico-amorosa sobre la intensidad de la emoción estética, que describa los rasgos del latigazo a partir del cual se produjo nuestra particular fascinación, eso que el clásico nos dice de un modo inmejorable, y que nos lo dice como si hubiera intuido lo que nosotros pensábamos hace ya algún tiempo, y que nos robo las palabras precisas, o que no se podía haber dicho de una mejor manera, o que eso siempre lo habíamos sabido pero sin saberlo, y no teníamos manera de decirlo, o no habíamos encontrado las palabras, las imágenes, las notas musicales para expresarlo.
Voy a extrapolar esta tesis aplicable a la literatura, al universo del cine (que sin duda tiene un sustrato narrativo) para contar mi amorío cinematográfico con la película: Blade Runner (R.
Scott, 1982, EU.), un clásico contemporáneo de la cinematografía mundial (basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) ese thriller crepuscular de ciencia ficción que plantea un futuro (la ciudad de Los Angeles en el año 2019) en el que la ingeniería genética ha logrado su obra más evolucionada: androides prácticamente idénticos a los humanos, imposible de diferenciarlos a simple vista; de estos organismos llamados réplicos o replicantes (manufacturados por la compañía Tyrell), destaca la clase denominada Nexus 6 (físicamente superiores en fuerza y destreza motora, pero muy semejantes en inteligencia a sus diseñadores) que fue utilizada para formar ejércitos de esclavos para la colonización de otros planetas. Debido a que existía la posibilidad de que desarrollaran emociones propias les dieron sólo 4 años de vida como medida precautoria. Tras una rebelión sangrienta, la presencia de los replicantes en la Tierra fue declarada ilegal, y para ubicar y eliminar a los replicantes fugitivos se crearon escuadrones policiacos de elite, llamados Blade Runner.
Si abordamos la película como una típica y efectista historia de acción policiaca futurista (ni típica y efectista remotamente lo es) el tema nodal de la trama sería la cacería de cuatro replicantes rebeldes que clandestinamente han ingresado a la Tierra, liderados por Roy Batty (un androide de arrebatos líricos que evocan sus gestas interestelares), por uno de los agentes Balde Runner más eficaces, Richard Deckard (un antihéroe solitario y taciturno que cumple con su deber no tanto con la convicción gloriosa del policía ejemplar, sino porque no tiene más opción; y que, una vez cumplida su misión con eficacia, termina por convertirse en un fugitivo al huir con una replicante ilegal de la cual se ha enamorado). Tampoco lo encontramos en ésta oscura (y hasta cierto punto perversa) historia de amor condenada al fracaso (¿cual no?) entre la replicante Rachel (de siniestra y cándida belleza, osilante entre lo artificial y lo natural) y Deckard.
El centro argumental de la trama se localiza en el motivo por el que los replicantes ingresan a la Tierra, a saber: la inquietante duda existencial sobre el tiempo de vida que tienen, es decir, la pesada certeza vital que les aqueja de saberse finitos. La conciencia sobre la muerte y el afán de sobrevivencia de los androides (como el combustible vital) que ha logrado aparecer, por evolución espontánea, en su estructura orgánico-artificial, es el eje por el que se despliega toda la trama y la parte más sobresaliente de la historia. Saturados de la duda sobre cuánto tiempo de vida les resta, y hambrientos de sobrevivir, los impasibles replicantes emprenden su épica de indagación existencialista, y sus pesquisas les van dando pistas que los llevaran a enfrentar a su creador, el Dr. Tyrell (el Dios Padre de la biomecánica) al que le exigirían más tiempo de vida.
Roy Batty al borde de la muerte
Los replicantes son prófugos por partida doble: de la ley que prohíbe su estancia en la Tierra, pero sobre todo, de la ley natural que no les permite vivir más de cuatro años; son los
típicos inconformes y transgresores de la ley, cuyo castigo será la condena inevitable de su eliminación o retiro (el eufemismo políticamente correcto que con total ironía se usa en el filme para describir que hay que acabar con su vida). Los androides fugitivos buscan llegar a su creador para reclamar más tiempo de vida, lo que profundamente revela que no son más que precarias entidades orgánico-artificiales ávidas de inmortalidad.
Deckard los persigue, debe matarlos, y también lucha por sobrevivir, pues conoce el instinto letal de los replicantes. Ellos huyen, quieren llegar a Tyrell y exigir más tiempo de vida, y matar si algo se interpone a sus apremiantes afanes. La película es una epopeya opaca (el aura de desencanto brilla en una atmósfera de infatigable crepúsculo y lluvia que nunca cesa) sobre la supervivencia, poblada de seres marginales y solitarios y desprovista de héroes. Poema visual, de oscuridad centellante, sobre la vida y la muerte y su enfrentamiento como la pulsación capital de los seres orgánicos. El cazador (Deckard, Roy Batty) y la presa (los replicantes y Dr. Tyrell), la persecución y la lucha se desarrollan por debajo de la luz pública, aunque la población aparezca como un decorado atareado e indiferente; un duelo clandestino relegado al submundo donde se libran las batallas cotidianas entre las fuerzas del orden y los enemigos del Estado, un Estado policiaco-tecnológico-corporativo que impone su derecho de vida y muerte de un modo absoluto, en un planeta Tierra que se ha convertido en una zona marginal, hiperpolusionada y las colonias paradisiacas del espacio exterior marcan el inicio de otra vida. Blade Runner es una saga de la certeza de la finitud tanto de lo natural como de lo artificial como motor de la vida, del afán de inmortalidad que aqueja a los seres fugaces, del peso de la conciencia de saberse mortal, en la que los personajes son movidos por ímpetus básicos para compensar su esencial finitud: el amor, la supervivencia, la postergación del exterminio, y que en la película alcanza su cenit, tanto en el encuentro del hijo pródigo de la ingeniería genética, Roy Batty, con su creador, el Dr. Tyrell, a quien termina por aniquilar (entre Dios y su hijo), y en el duelo final mortal entre el policía y el criminal (entre la ley y el infractor).
Obcecados y rudimentarios, los atribulados replicantes son precisos espejos de nosotros mismos. Inmunes al abstracto elixir de la inmortalidad, la impetuosa conciencia de la finitud biomecánica, nos abre a la profunda y sustancial carencia de tiempo, y a la siempre malograda lucha por la supervivencia, una lucha que, en su empecinada dramaturgia que precipita el advenimiento del patíbulo, representa la inútil postergación del ominoso final.

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