sábado, 3 de diciembre de 2011

CRASH O LA HIPERVIOLENTA ORGIA DE LAS COLISIONES DE LA CARNE CON OBJETOS TECNOLÓGICOS.










“Exploré las cicatrices de los muslos y los brazos, las deformaciones debajo
 del pecho izquierdo, y ella a la vez exploraba las mías, descifrando juntos
 estos códigos de una sexualidad que dos choques de autos
 habían hecho posible.”

J.G. Ballard.

Envuelta por el aura estridente del escándalo mediático, blanco de las más duras y recalcitrantes críticas y condenas por parte de organizaciones encargadas de vigilar el imperio de las buenas costumbres humanas, en 1996 irrumpe al mundo la película Crash, basada en la novela del mismo nombre, escrita por el novelista de ciencia ficción británico J.G. Ballard y magistralmente dirigida por el canadiense David Cronenberg. Aunque estuvo nominada a la Palma de Oro del Festival de Cine de Cannes, sólo obtuvo el Premio Especial del Jurado. Esta película es una de las adaptaciones de la literatura al cine mejor logradas de la historia reciente, pues logra trasladar con genial crudeza y grosera elegancia la virulenta poesía de sus imágenes literarias al lenguaje cinematográfico.
La raíz del escándalo se localiza en que la novela explora las relaciones entre algunas prácticas sexuales consideradas como perversas, la tecnología y sus objetos, y al desafiar al sistema moral imperante a través del cual filtramos y construimos la realidad de las relaciones de uno mismo con nuestro cuerpo, con el sexo que éste encierra y con los demás, al presentar a un grupo de personajes que practican un obsesivo culto que vincula al sexo con los choques automovilísticos; la novela así, interpelaba al lector, lo enfrentaba con lo radicalmente otro respecto de sus impulsos eróticos, y lo incitaba a poner a prueba sus propios códigos de lo posible, de lo que puede y debe ser pensado como correcto/incorrecto, bello/feo, verdadero/falso, vida/muerte, llevando hasta sus márgenes al propio sistema de pensamiento occidental contemporáneo.
Publicada en 1973, la novela Crash, se inscribe en la larga y nutrida tradición de la literatura libertina occidental que llevara a sus extremos más crudos y seductores el Marques de Sade en el siglo XVIII, heredera a su vez de la explosión discursiva que se dio a propósito del sexo en los inicios de la Modernidad, el gran proceso de la puesta en discurso del sexo, que tiene una profunda tradición monástica y ascética, y su punto de emergencia en la pastoral cristiana, pero que el siglo XVII instauró como imposición socialmente generalizada: más que censura, incitación a  hablar y producir discursos sobre el sexo; hasta llegar a la instalación del dispositivo de la sexualidad que hasta ahora nos rige.[1]
En el contexto del proyecto novelístico de J.G. Ballard, Crash se inscribe en la saga de novelas que inicia con La exhibición de atrocidades (1970),  una especie de experimento literario refractario a las etiquetas simplistas que encierra todo el universo de sus preferencias estéticas; texto organizado de manera fragmentaria; multigenérico, collage poético sobre la cultura de masas, la hiperviolencia y el espectro de perversiones humanas engendradas por efecto de la tecnología, en cuyo clímax devastador yace rutilante la muerte.
Con el afán de darle un nuevo giro a la ciencia ficción y hacerlo evolucionar bajo una nueva propuesta estética, Ballard planteó explorar ya no la épica del espacio exterior que los escritores de ciencia ficción tradicional convirtieron en elemento básico del género,  sino la esfera psicológica del espacio interior. [2] Este viraje del rumbo en la trayectoria de su proyecto literario, también implicaría explorar ya no el futuro lejano utilizado como marco escenográfico del espacio exterior (invadido de la ya clásica fauna de objetos canónicos de la ciencia ficción) sino el presente inmediato a través de la inmersión en el espacio interior. El espacio psicológico era la ruta que debía tomar la ciencia ficción para buscar la patología subyacente de la sociedad de consumo, el mundo de la televisión y el proyecto armamentista nuclear, etc.
En esta etapa Ballard abandona el género de ciencia ficción tradicional y de ahí en adelante adoptará una especie de hiperrealismo fantástico o de ficción, caracterizado por lanzar la mirada al presente inmediato y al espacio interior, donde transita a la esfera de la ficción de las posibilidades (extremas) humanas, es decir, encarna la imaginación de lo que humanamente es posible, y que en los márgenes del extremo somos capaces de hacer; en este punto se consolida la deuda de Ballard con la herencia de Kafka: “El mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esa posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de la dimensión profética de Kafka. Por que aunque sus novelas no tuvieran nada de profético no perdería su valor, por que captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hace ver lo que somos y de los que somos capaces.”[3]
Crash es la cristalización consumada de estas inquietudes estéticas donde el fetichismo contemporáneo por los objetos de consumo, la tecnología (encarnada en los automóviles) y el sexo es llevado a sus extremos más abyectos, dice Ballard: 
"Creo que la imagen clave del siglo XX es el hombre en el automóvil. Es la suma de todo: los elementos de velocidad, drama, agresión, la fusión de publicidad y bienes de consumo con el paisaje tecnológico. La sensación de violencia y deseo, poder y energía; la experiencia colectiva de desplazarse juntos a través de un paisaje elaboradamente cifrado (...), la extraña historia de amor con la máquina, con su propia muerte."
Esta novela canónica de la nueva ola de la ciencia ficción, representa una crítica contundente al supuesto racionalismo contra la violencia, la crueldad, los impulsos depredadores del ser humano; una confrontación contra la falsa aversión que los individuos manifiestan contra la violencia en la esfera de lo público mientras que en la esfera de lo privado muestran destellos de morbosidad y tolerancia no sólo con formas de entretenimiento sino para ejercer crueldad, violencia e incluso acciones de exterminio en contra de los demás.
La novela narra la relación del protagonista James Ballard[4]  con Vaughan, antihéroe posmoderno, neolibertino tecnologizado regido por el culto a la sexualidad relacionada con los accidentes automovilísticos: carne erguida y abierta, metal retorcido y compactado. Fluidos combustibles y líquidos orgásmicos. Placer sin palabras, alcanzar el orgasmo en el momento en que se experimenta el dolor escandaloso del impacto de un automóvil contra otro. Placer y dolor, vida y muerte. Existencia y autoexterminio. (“En Vaughan la sexualidad y los choques de autos habían consumado un matrimonio último.”)
Para Ballard el papel del escritor es el del hombre de ciencia en un safari o dentro de un laboratorio que se enfrenta a una realidad absolutamente impenetrable y la única alternativa posible es plantear hipótesis y confrontarlas con los hechos: “¿Es lícito ver en los accidentes de automóvil un siniestro presagio de una boda de pesadilla entre la tecnología y el sexo? ¿la tecnología moderna llegará a proporcionarnos unos instrumentos hasta ahora inconcebibles para que exploremos nuestra propia psicopatología?”[5] Antes de escribir la novela, en el Laboratorio de Nuevas Ates de Londres, Ballard puso a prueba su hipótesis sobre los vínculos inconscientes entre sexo y los accidentes de coches con una exhibición de vehículos estrellados. Los resultados del montaje tuvieron un siniestro brillo apabullante: La noche de la inauguración les derramaron vino, les rompieron las ventanillas y una mujer que entrevistaba a los asistentes en topless afirmó que estuvo a punto de ser violada en el asiento trasero de uno de los automóviles. Expuestos como esculturas de derecho propio, los coches chocados estuvieron expuestos durante un mes, y en ese lapso fueron continuamente agredidos, terminaron volteados y fueron objeto de rapiña.
Para Ballard, su novela era una metáfora extrema para una situación extrema, una novela apocalíptica de hoy que continuaba la serie de novelas de catástrofes naturales en las que se planteaba un cataclismo mundial; Crash no trata de una catástrofe imaginaria más o menos próxima a irrumpir, sino de un “cataclismo pandémico institucionalizado en todas las sociedades industriales, y que provoca cada año miles de muertos y millones de heridos.”[6]



El narrador da cuenta de la interacción con los otros personajes que integran una cofradía cuya obsesión por el sexo, las heridas, las cicatrices y los fluidos corporales es motivo para consolidar esa sacroliturgia de erotismo y tecnología automotriz en estado de colisión que aspira culminar en el cenit absoluto del autoexterminio.
Ballard pone en evidencia la microcatástrofe del accidente automovílistico que a todos nos corresponde, y cómo detrás de ese rito del caos pueden florecer los más intensos impulsos que se esconden en los intersticios de la conciencia racional (“…llegaba a imaginar un mundo víctima de una catástrofe automovilística simultánea, donde millones de autos se estrellaban fundiéndose en una cópula definitiva, coronada por una eyaculación de esperma y líquido refrigerante.”)

"Las superficies de cromo y celulosa relucían como la armadura de gala de una hueste de arcángeles."
Los personajes de Crash, que orbitan en torno a la figura de Vanghan, son inmunes al apego a la vida, cultivan una  especie de hedonismo sadiano en el que sólo parece importarles la búsqueda del máximo y último placer para impactarse con la muerte en el accidente automovilístico; han logrado materializar la transvaloración de los valores en ese paisaje de autopistas infestadas de tráfico y que proyectan los vestigios de una sexualidad futura o posible, potencializada por la tecnología. Sus aspiraciones son alcanzar su propia extinción al fusionarse con el metal del automóvil cuando el accidente los enfrenta, un choque de trayectorias, piensan en su inminente autodestrucción y en las infinitas variables de los accidentes a través de los cuales la alcanzan.
"Abrí la abrazadera de la pierna izquierda y pasé los dedos por el surco grabado en la piel. Blanda, tibia y estirada, la piel era allí más excitante que la membrana de una vagina."
La prosa del narrador expresa el delirio lírico de un poeta, y la minucia obcecada de la locura de un médico experto en anatomía, y construye un festín de mórbida hiperrealidad erótico–fisiológica. El esmero que muestra la voz en primera persona para crear sus mórbidas imágenes poéticas es el de un taxidermista en su paciente y climático estado de trance.  (“…estas heridas eran como las claves de una nueva sexualidad, nacida de una tecnología perversa. Las imágenes de estas heridas le colgaban en la galería de la mente como reses expuestas en un matadero.”)
A decir del propio J.G. Ballard, esta es “la primera novela pornográfica basada en la tecnología. En cierto sentido, la pornografía es la forma narrativa más interesante políticamente, pues muestra como nos manipulamos y nos explotamos los unos a los otros de la manera más compulsiva y despiadada.”[7]
Casi 40 años después, Crash mantiene una insospechada vigencia, y está en vías de consolidarse como una obra clásica de manera decisiva, no sólo por el insólito y genial planeamiento creativo de la idea novelística, sino por que el mundo que ahí planteaba como una disparatada prospectiva de nosotros mismos, hoy parece chocar menos con nuestros códigos estéticos y morales, el espanto y aversión nauseabunda parecen haber mermado, o nos parecen menos ajenas dichas disposiciones lúbricas de la carne y el obcecado culto a los objetos tecnológicos.
El sórdido presagio fascinante donde el goce sexual explota del choque entre las terminaciones nerviosas del cuerpo y los infinitos circuitos eléctricos de los sistemas tecnológicos, o de la fusión entre el cuerpo humano con sofisticadas formas de diseño industrial de máquinas ultrasofisticadas, el paisaje de los vestigios de una sexualidad futura que se postulaba entonces, parecen hoy brillar sin par, con un halo de sombrío resplandor, en mundo donde la normalidad del exterminio de rasgos atroces es el pan nuestro de cada día. Amén.


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[1] Historia de la sexualidad. La voluntad de saber, M. Foucault, Ed. Siglo XXI, 1991, México. p.25.
[2] “…ese dominio psicológico (y que aparece, por ejemplo en los cuadros surrealistas) donde el mundo exterior de la realidad y el mundo interior de la mente se encuentran y se funden.” Prologo a Crash, J.G. Ballard, Ed. Minotauro, 1979, Barcelona, p. 10.
[3] El arte de la novela, M. Kundera, Ed. Vuelta, México, 1988, p. 46.
[4] Un giño irónico del autor que narra en primera persona usando su nombre como si se tratara de un texto autobiográfico.
[5] Op. cit J.G. Ballard, p. 13.
[6] ibid. P. 14.
[7] Ibid.

viernes, 18 de noviembre de 2011

La vida de los otros, las dedicatorias de los libros

y el subrepticio impacto explosivo de su influjo en nuestras vidas.


Dedicado
al cansado naufragio
callado de tus signos.

La mayoría de las personas leemos las dedicatorias de los libros como un vano trámite, quizá porque pensamos que no tienen la sustancia suficiente para que sean dignas de darles un lugar destacado ya no digamos en el acervo privado de recuerdos literarios elegidos, sino en la más breve de nuestra memoria de corto plazo, y en no pocas ocasiones, pasamos la mirada por esas primeras páginas donde siempre se ubican, con la ansiosa prisa de llegar a los iniciales párrafos del texto principal, que ya no advertimos el contenido de la dedicatoria (en caso de que la tenga). Y si esto sucede es porque las dedicatorias son, en efecto, un gesto íntimo del autor, un suplemento sin el que la obra nunca ve afectada su existencia, un elemento accesorio que no le añade o resta ni calidad ni profundidad a la forma o al contenido; no es sabido que una dedicatoria le brinde o le arrebate fama o calidad a una obra literaria.
No obstante, por debajo de la superficie de las apariencias poseen un valor estético incuestionable.
Borges, por ejemplo, consideraba que las dedicatorias de los libros, por su carácter secreto, misterioso, tenían un lugar dentro de la serie de hechos inexplicables que nos gobiernan, a lado del universo o del tiempo, y luego aventuró a definirlas como un don, un regalo recíproco que, como todos los actos del universo, poseen un aura de inefable magia. También llegó a definirlas “como el modo más grato y más sensible de pronunciar un nombre.” Las dedicatorias son eso: una serie de signos gráficos que construyen el nombre de una persona y que el escritor evoca en las páginas iniciales de la obra; el lector las pronuncia en cada lectura. Nuestro nombre nos coloca en calidad de fantasmas virtuales. Para Derrida, “un signo escrito, en el sentido corriente de esta palabra, es así, una marca que permanece, que no se agota en el presente de su inscripción y que puede dar lugar a una repetición en la ausencia y más allá de la presencia del sujeto empíricamente determinado que en un contexto dado la ha emitido o producido. Por ello se distingue, tradicionalmente al menos, la comunicación escrita de la comunicación oral…” Así, una dedicatoria implica la ausencia presente de la persona nombrada, es un signo de su presencia permanente, de su paso en nosotros, una pesada marca incesante que se queda ahí, no desaparece en la sola pronunciación del lector, y que regresa en cada lectura a perpetuidad.
El acto de pronunciar la dedicatoria es llevar la fuerza de la presencia física finita de alguien al espacio de su ausencia empírica infinita de la escritura. Además, la dedicatoria no es un mecanismo para mitigar esa no presencia actual, sino que, lejos de restarle peso a esa ausencia, la enfatiza de un modo decisivo.
La dedicatoria es una misteriosa forma de la evocación, de dejar la impronta del nombre de alguien en un objeto físico (un poco menos susceptible al olvido que un pensamiento efímero), dejar constancia de que quien detenta el nombre ocupa un lugar privilegiado en nuestra memoria a propósito del texto que simbólicamente se le obsequia. Se deja la huella en el mundo, la marca física de una emoción que alguna vez aleteó en nuestras interconexiones neuronales, le regalamos a la persona aludida la marca física de esa constancia. La presencia física como un eco enjaulado en la pronunciación escrita silenciosa de un nombre, evoca y suspende (aunque de manera parcial) una ausencia. La dedicatoria de un libro es materializar a un fantasma que durante todo el proceso de la escritura deambuló por las páginas, entre las intangibles hendiduras de las letras, es dejar huella de que se hace presente una ausencia. Es la invocación de una infatigable ausencia.
La persona aludida en el nombre pronunciado no forma parte del texto, pero esa exterioridad aparece como una especie de combustible misterioso para la configuración del libro, y es por ello que regalamos la obra, “el don del inaccesible tiempo en que se escribió y, lo que sin duda es menos íntimo, del mañana y del hoy”, dice Borges.
Mencionaré algunos ejemplos, respetando fielmente la disposición del texto de la dedicatoria en las páginas de los libros.
Están las que Nabokov siempre le regaló a su esposa, en todos sus libros, de un modo invariable, infatigable y rotundo:

“A Vera.”

Aquella de Carlos Fuentes de Geografía de la novela:
“A mi madre,
en el atardecer, en la aurora.”

“A Paco, que gustaba de mis relatos.” De Cortázar en Bestiario:

“Para Fay, Bea y Jim.” Milagros de vida de J.G. Ballard (autobiografía dedicada a sus tres hijos).

“A la memoria
de mi madre y de mi padre.” Submundo, Don Delillo.

“Dedicado a quien nunca
ha roto con nadie” De “Cosas que vuelan”, D. Coupland, La vida después de Dios.

Muchas veces son guiños clandestinos que sólo el autor conoce y que lanza al aire para que un receptor fantasmal pueda descifrarlos; en otras, no queda lugar a la duda sobre el destinatario, pero haya o no enigma producen curiosidad. Escuetas menciones de nombres como una alusión al tema tratado en el texto, un breve aleteo en la memoria y en el homenaje que se extiende hasta la pagina de un libro. Destacan las de Javier Marías en varias de sus novelas, pues encierran un enigma para el lector, y que manifiestan una grata y secreta complicidad entre el autor y el aludido:


 “para Julia Altares
 pese a Julia Altares
 y a Lola Manera, de la Habana,
 in memoriam”.  En Corazón tan Blanco.
 
 “Para Mercedes López-Ballesteros,
     que me oyó la frase de Bakio
     y me guardó las líneas ”. En Mañana   en la batalla piensa en mí.


 “para mi madre Lolita
    que bien me ha conocido,
    in memoriam;
    y para mi hermano Julianín
    que no llegó a conocerme,
    y por tanto sin memoria” De Negra espalda del tiempo.

“Para Carmen López M,
que ha tenido la gentileza
de quererme seguir oyendo
pacientemente hasta el final”

Y para mi amigo Sir Peter Russell,
y mi padre, Julián Marías,
que generosamente me prestaron
buena parte de sus vidas,
in memoriam”   De Tu rostro mañana 3, Veneno y sombra y             adiós.

 “Para Mercedes López-Ballesteros,
     por visitarme y contarme

     Y  para Carme López Mercader,
     por seguir riendo a mi oído
     y escuchándome”   
     De Los enamoramientos.

Son un caso aparte las dedicatorias que son escritos personales (cartas postales, por ejemplo) deliberadamente presentados bajo la apariencia de textos literarios y que contienen un mensaje para que algún día, o nunca, llegue a su destinatario constantemente pensado por el autor, por que la intención es entrar en ese juego de las improbabilidades, como el cuento “Botella al mar” de Julio Cortázar, dedicado a la actriz británica Glenda Jackson.
Las dedicatorias, en su brevedad concisa, abarcan un universo que narra una historia, encierran secretos narrativos definidos por esa brevedad. Pero ¿qué historia subyace a las dedicatorias? Ese es el misterio al que se alude más arriba.
Un ejemplo inmejorable es la espléndida película La vida de los otros /Das Leben der Anderen (Florian Graf Henckel von Donnersmarck, Alemania, 2006) que transcurre en Berlin del Este, durante el ocaso de la República Democrática Alemana, y muestra el modo de operación de la STASI (Ministerio de Seguridad del Estado) o aparato de inteligencia del régimen socialista alemán. La película narra la manera en que el Ministro de Cultura encomienda al Capitán Gerd Weisler  vigilar al dramaturgo Georg Dreyman, bajo sospecha de ser opositor al régimen. De esta manera el capitán Weisler a través del despliegue de una red de espionaje (micrófonos ocultos instalados en toda la casa del escritor, vigilancia de hábitos, horarios, rutinas) comienza a inmiscuirse en los detalles más nimios de la vida privada de Dreyman y de su pareja, la actriz Christa-Maria Sieland.
Conforme avanza el ominoso proceso de espionaje y crece la redacción de informes oficiales y secretos sobre la vida privada de la pareja, Weisler comienza a obtener información que suscitará la transformación de su conciencia, al contrastar su propia vida (hueca y rutinariamente gris) con la de la pareja (lúcida y apasionada), y al percatarse de los efectos que el régimen dictatorial provoca sobre los individuos: las razones reales para que el Ministro de Cultura ordenara vigilar a Dreyman (razones pasionales, simple y llanamente); el acoso sexual del Ministro de Cultura en contra de la actriz Christa-Maria; el suicidio de un amigo escritor de Dreyman, Albert Jerska, reprimido y relegado para el ejercicio de su profesión por razones de oposición al régimen.
La trama avanzará de tal modo que el vínculo oculto entre estos personajes llegará al nivel de que los informes que Weisler redacta sobre Dreyman serán totalmente ficticios, y uno le salve secretamente la vida al otro.
La película más allá de exponer el sistema de censura y persecución, de acoso y opresión, de la existencia nula de libertades básicas en un régimen socialista que asfixia y aniquila a los ciudadanos, en algún momento climático del film el espectador podrá sucumbir al asombro cuando advierte que, entre los incontables rasgos que la película nos hereda, destaca la certeza de que casi nunca le otorgamos el debido interés a las dedicatorias que algunos escritores imprimen en sus obras.
Las dedicatorias podrían ser, entonces, un signo indeleble del profundo efecto que la vida de los otros produce en la nuestra, y es posible que esa dedicatoria impacte en la vida de quien la inspiro y ahora puede leerla; a veces obviamos deliberadamente ese impacto de el otro en nuestra vida, y en otras somos totalmente inconscientes de que nuestra vida actual es producto de esa interconexión humana con otras personas. Pero es inevitable, hay diluidas ausencias que aspiramos a perpetuar con la estridente presencia del lenguaje, a compensar en la trémula brevedad de su evocación por escrito, a pesar de que con ello no merme nunca su insoportable vacío.


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lunes, 7 de noviembre de 2011

BLADE RUNNER: TIEMPO SUFICIENTE

“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales...” 

“El Inmortal”, Jorge Luis Borges.


Una obra artística (literaria, cinematográfica, pictórica, fotográfica, musical) que ha sido elevada al rango de “clásica” se caracteriza por que ha logrado establecer (por infinitos motivos) una relación amatoria intensa con la intemporalidad y con la universalidad, logrando así abolir el destino de olvido que potencialmente guardan todas las creaciones humanas. Sobreponerse a la extinción, anular la impermanencia y trascender el ámbito local del espacio en que la obra aparece, son los rasgos del carácter clásico de una creación artística. Dada esa prolongada permanencia en el tiempo y su travesía por diversas latitudes del planeta es que las obras clásicas van acumulando elogios, críticas, interpretaciones, comentarios, estudios profundos, comentarios baladíes: de ellas ya se ha dicho todo y no menos que bastante.
¿Qué nos queda entonces por decir una vez que ya hemos sucumbido a su embrujo? ¿Qué es legítimo escribir ante una explosión discursiva en torno a obras clásicas que se hainstalado como una estructura monolítica ante nuestros vacilantes pensamientos? ¿Nuestra debilidad estética por la obra es reflexiva y auténtica, o sólo es producto de un contagio acrítico por parte del sistema cultural imperante? Italo Calvino en su espléndido Por qué leer a los clásicos (que en realidad se refiere a sus clásicos) sostiene: “Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.” Cuando el libro forma un resplandor de asombro y por tanto de fascinación, y se establece así un vínculo íntimo con quien lo lee, he ahí una obra clásica: “Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor.”
Ante un clásico lo que nos queda es precisamente eso, la confesión anecdótico-amorosa sobre la intensidad de la emoción estética, que describa los rasgos del latigazo a partir del cual se produjo nuestra particular fascinación, eso que el clásico nos dice de un modo inmejorable, y que nos lo dice como si hubiera intuido lo que nosotros pensábamos hace ya algún tiempo, y que nos robo las palabras precisas, o que no se podía haber dicho de una mejor manera, o que eso siempre lo habíamos sabido pero sin saberlo, y no teníamos manera de decirlo, o no habíamos encontrado las palabras, las imágenes, las notas musicales para expresarlo.
Voy a extrapolar esta tesis aplicable a la literatura, al universo del cine (que sin duda tiene un sustrato narrativo) para contar mi amorío cinematográfico con la película: Blade Runner (R.
Scott, 1982, EU.), un clásico contemporáneo de la cinematografía mundial (basada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) ese thriller crepuscular de ciencia ficción que plantea un futuro (la ciudad de Los Angeles en el año 2019) en el que la ingeniería genética ha logrado su obra más evolucionada: androides prácticamente idénticos a los humanos, imposible de diferenciarlos a simple vista; de estos organismos llamados réplicos o replicantes (manufacturados por la compañía Tyrell), destaca la clase denominada Nexus 6 (físicamente superiores en fuerza y destreza motora, pero muy semejantes en inteligencia a sus diseñadores) que fue utilizada para formar ejércitos de esclavos para la colonización de otros planetas. Debido a que existía la posibilidad de que desarrollaran emociones propias les dieron sólo 4 años de vida como medida precautoria. Tras una rebelión sangrienta, la presencia de los replicantes en la Tierra fue declarada ilegal, y para ubicar y eliminar a los replicantes fugitivos se crearon escuadrones policiacos de elite, llamados Blade Runner.
Si abordamos la película como una típica y efectista historia de acción policiaca futurista (ni típica y efectista remotamente lo es) el tema nodal de la trama sería la cacería de cuatro replicantes rebeldes que clandestinamente han ingresado a la Tierra, liderados por Roy Batty (un androide de arrebatos líricos que evocan sus gestas interestelares), por uno de los agentes Balde Runner más eficaces, Richard Deckard (un antihéroe solitario y taciturno que cumple con su deber no tanto con la convicción gloriosa del policía ejemplar, sino porque no tiene más opción; y que, una vez cumplida su misión con eficacia, termina por convertirse en un fugitivo al huir con una replicante ilegal de la cual se ha enamorado). Tampoco lo encontramos en ésta oscura (y hasta cierto punto perversa) historia de amor condenada al fracaso (¿cual no?) entre la replicante Rachel (de siniestra y cándida belleza, osilante entre lo artificial y lo natural) y Deckard.
El centro argumental de la trama se localiza en el motivo por el que los replicantes ingresan a la Tierra, a saber: la inquietante duda existencial sobre el tiempo de vida que tienen, es decir, la pesada certeza vital que les aqueja de saberse finitos. La conciencia sobre la muerte y el afán de sobrevivencia de los androides (como el combustible vital) que ha logrado aparecer, por evolución espontánea, en su estructura orgánico-artificial, es el eje por el que se despliega toda la trama y la parte más sobresaliente de la historia. Saturados de la duda sobre cuánto tiempo de vida les resta, y hambrientos de sobrevivir, los impasibles replicantes emprenden su épica de indagación existencialista, y sus pesquisas les van dando pistas que los llevaran a enfrentar a su creador, el Dr. Tyrell (el Dios Padre de la biomecánica) al que le exigirían más tiempo de vida.
Roy Batty al borde de la muerte
Los replicantes son prófugos por partida doble: de la ley que prohíbe su estancia en la Tierra, pero sobre todo, de la ley natural que no les permite vivir más de cuatro años; son los
típicos inconformes y transgresores de la ley, cuyo castigo será la condena inevitable de su eliminación o retiro (el eufemismo políticamente correcto que con total ironía se usa en el filme para describir que hay que acabar con su vida). Los androides fugitivos buscan llegar a su creador para reclamar más tiempo de vida, lo que profundamente revela que no son más que precarias entidades orgánico-artificiales ávidas de inmortalidad.
Deckard los persigue, debe matarlos, y también lucha por sobrevivir, pues conoce el instinto letal de los replicantes. Ellos huyen, quieren llegar a Tyrell y exigir más tiempo de vida, y matar si algo se interpone a sus apremiantes afanes. La película es una epopeya opaca (el aura de desencanto brilla en una atmósfera de infatigable crepúsculo y lluvia que nunca cesa) sobre la supervivencia, poblada de seres marginales y solitarios y desprovista de héroes. Poema visual, de oscuridad centellante, sobre la vida y la muerte y su enfrentamiento como la pulsación capital de los seres orgánicos. El cazador (Deckard, Roy Batty) y la presa (los replicantes y Dr. Tyrell), la persecución y la lucha se desarrollan por debajo de la luz pública, aunque la población aparezca como un decorado atareado e indiferente; un duelo clandestino relegado al submundo donde se libran las batallas cotidianas entre las fuerzas del orden y los enemigos del Estado, un Estado policiaco-tecnológico-corporativo que impone su derecho de vida y muerte de un modo absoluto, en un planeta Tierra que se ha convertido en una zona marginal, hiperpolusionada y las colonias paradisiacas del espacio exterior marcan el inicio de otra vida. Blade Runner es una saga de la certeza de la finitud tanto de lo natural como de lo artificial como motor de la vida, del afán de inmortalidad que aqueja a los seres fugaces, del peso de la conciencia de saberse mortal, en la que los personajes son movidos por ímpetus básicos para compensar su esencial finitud: el amor, la supervivencia, la postergación del exterminio, y que en la película alcanza su cenit, tanto en el encuentro del hijo pródigo de la ingeniería genética, Roy Batty, con su creador, el Dr. Tyrell, a quien termina por aniquilar (entre Dios y su hijo), y en el duelo final mortal entre el policía y el criminal (entre la ley y el infractor).
Obcecados y rudimentarios, los atribulados replicantes son precisos espejos de nosotros mismos. Inmunes al abstracto elixir de la inmortalidad, la impetuosa conciencia de la finitud biomecánica, nos abre a la profunda y sustancial carencia de tiempo, y a la siempre malograda lucha por la supervivencia, una lucha que, en su empecinada dramaturgia que precipita el advenimiento del patíbulo, representa la inútil postergación del ominoso final.

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sábado, 29 de octubre de 2011

LOS MALDITOS: SU REPRESENTACIÓN, SU DESTINO Y EL CINE.

El Dr. Hannibal Lecter, ¿un Satanás del siglo XX?
EL ORIGEN DE LA TRAGEDIA
Uno de los rasgos que caracteriza al orden del cosmos cinematográfico, el cual es al mismo tiempo un aspecto nodal de la estructura que ordena el despliegue de los acontecimientos del mundo de la vida cotidiana, es la incesante presencia --en el interior del curso existencial que constituye sus historias-- de un elemento sin el que, indefectiblemente, no habría nada que contar, es decir, el factor que acciona el gatillo que dispara y desencadena la vitalidad de la acción fílmica.
Innumerables veces, ese factor --negativo, anómalo-- irrumpe intempestiva o sigilosamente para perturbar y trastornar el transcurso apacible o riesgoso de la vida de los personajes, cuyo rompimiento es precisamente la condición de posibilidad de existencia de las historias de la pantalla grande.
Más allá de los diversos géneros y subgéneros, de los aspectos técnico-formales y de las consideraciones temáticas que conforman la naturaleza del universo ficcional del cine fabricado en los Estados Unidos, los malhechores que pueblan sus infinitas tramas han cobrado vida bajo el rostro de diversas representaciones; igualmente diversos han sido los medios que dan origen a esas figuras del mal, que brotan para instaurar el caos (guía de la ruta de la trama) y en cuya anulación, o en la restauración del orden, las ficciones fílmicas finalizan, si es que no se prefigura una secuela.

EL MAL ESTÁ ALLÁ AFUERA
Boris Karloff en Frankenstein 1931
Cada género y subgénero crea y reproduce sus propias figuras malignas, sus personajes-villano que ejecutan las acciones envenenadas, que empuñan los objetos que desatan la tragedia, que vierten la sangre, el delirio ya sea colectivo o individual, ante la inminente presencia del dolor, tanto físico como psicológico, y de la aniquilación total. Sin embargo, los géneros de lo fantástico, como el de la ciencia- ficción o el de horror, se han distinguido por representar al mal como una entidad profundamente ajena a la naturaleza del ser humano; el mal como fenómeno tangible o cosa que existe más allá de los actos, de la piel y la psique humanas, cuyo rumor estrepitoso transforma en pesadilla la vida de los personajes, y ante el que los espectadores conjuran su propia proclivilidad al pavor que estos entes malignos -- pergeñados por la voluntad imaginativa de los humanos-- les inspiran. La repugnancia profunda que se experimenta ante lo ajeno da origen, de manera automática, a la imagen fundamental del enemigo.
Desde sus inicios, el cine se ocupó de dotar de vida a los grandes clásicos de la literatura gótica del siglo XIX, como es el caso de la versión de Frankenstein (Alva Edison, 1910), o la versión de “El corazón delator” de Edgar Allan Poe a cargo de D.W. Griffith en 1925. Más tarde estarían las famosas caracterizaciones del actor Lon Chaney en cintas como El fantasma de la opera/The phantom of the opera (Rupert Julian,25) y El monstruo/The monster (Ronald West,26) hasta llegar a la legendaria era del horror de la década de los años 30 cuando el género estaba ya prácticamente conformado por reglas y personajes delineados, como en Frankenstein (James Whale, 31), Drácula (Tod Browning,31), El hombre invisible/The invisible man (J.Whale,33) y La novia de Frankenstein/The bride of Frankenstein (J.Whale, 33). Género clásico de horror cinematográfico, donde el resorte del espanto radica en la fisonomía humana averiada y deformada hasta la aberración, trastornada en otra cosa infinitamente distinta a lo antropomorfo, y en el relato fantástico que creaba al monstruo y al entorno de sus andanzas malignas, además de la atmósfera invadida de sombras que cinematográficamente recubría a dicho relato.

A su vez los relatos fílmicos de ciencia-ficción han representado al mal a través de fisonomías tan terroríficas como contrapuestas entre sí, pero también como entidades externas al ser humano (diferentes de manera radical) desde animales trasmutados como en K i n g K o n g (Merian C. Cooper, 33), pasando por las escalofriantes arañas de Tarántula y las descomunales hormigas de El mundo en peligro en los años 50. Esta década que destaca por haber sembrado y alimentado, además de las mutaciones de entes zoológicos, el horror de la amenaza extraterrestre, ejemplo paradigmático es La guerra de los mundos (53). Este género, donde se mezclan la imaginación fantástica y el auge tecnológico de la época, anima al mal a través de la fauna de animales insólitos producidos por el capricho de la naturaleza o la seducción del ser humano por la ciencia y la técnica, además de que cultiva el juego paranoico de urdir mundos paralelos en los que el mal a padecer y aniquilar es la inquietante e insoportable amenaza de descarnados entes extraterrestres.

MÁS REAL QUE LO REAL
Alien, diseñado por H.R. Giger
La evolución de la técnica ha posibilitado el incesante perfeccionamiento de los aparatos y de los métodos de filmación hasta el nivel que ha hecho probable lo que para otras épocas era altamente improbable: el simulacro de la realidad que constituye el cine ha ido adquiriendo no sólo un alto grado de verosimilitud – cuando esta realidad se pone en relación con la extracinematográfica-, sino que incluso ha conformado un espacio o nivel de realidad alterno del cual ha brotado. Como secuela irreversible, los géneros de ciencia-ficción y el de horror han incrementado las dosis de verosimilitud de los efectos de realidad tanto de los escenarios como de los personajes malignos que pueblan sus relatos ficticios proyectados en imágenes provistas de vida y movimiento.
Para terrenalizar estas disquisiciones teóricas, todavía en la línea de cintas que representan al mal como una entidad no-humana que amenaza al hombre, y ya dentro de la segunda mitad de este siglo, aparece una película que, según el diagnóstico del discurso de la crítica cinematográfica, irrumpió para darle otro respiro de pavor al cine de la amenaza extraterrestre: se trata de Alien, el octavo pasajero/Alien (Scott, 79). En ella, la existencia de una criatura extraterrestre casi infalible y dotada de un instinto criminal devastador, se traducía, para los vulnerables personajes humanos, como la materialización misma del mal absoluto engendrado por las azarosas fuerzas del cosmos. De ella brotarían varias secuelas y clones como el caso de Especies/Species (Donaldson,95), cuyo alienígena fue diseñado por la insólita mente de H.R. Giger, mismo creador de la organismo biomecánico de Alien. Por otro lado, en Invasión/The Starship Troopres (Verhoeven, 97), la figura maligna-alienígena aparece corporeizada en los enromes arácnidos del plantea Klendathu, la cual es combatida por terrícolas del futuro. Asimismo, dentro de la vertiente de cintas en la que la furia de las formas del mal es desatada por acciones humanas y donde acontece el inevitable enfrentamiento con ellas, destacan los filmes que van desde King Kong (Merian C. Cooper, 33) a la recreación hollywoodense de Godzila (Emmerich, 98), pasando por Parque jurásico/Jurassic Park (Spielberg, 93) y su infortunada secuela El mundo perdido/The Lost World (97), y Mimic (Del Toro, 97), por citas algunos ejemplos multipublicitados.
Este cine fantástico convoca la repulsión a la amenaza de lo desconocido, la aversión hacia aquellos organismos que representan la otredad radical frente a lo antropomorfo, suscitando el enfrentamiento de lo humano con aquello que es insondablemente diferente. De este modo, se conforma un mundo imaginario poblado de monstruos provenientes de la oscuridad incognoscible de la galaxia, o manufacturados gracias a los afanes del hombre por recodificar las especies del entorno físico o manufacturar nuevas; entidades amenazantes que cristalizan la vulnerabilidad y finitud humanas, aunque siempre, tarde o temprano, la fuerza maligna de tales engendros es aniquilada.
Traspasada la mitad del siglo XX, figura la amenaza de bestias no-humanas, fabricadas para el cinematógrafo a través de efectos especiales ultrasofisticados, en Aullido/The Howling (Dante,80), Un lobo americano en Londres/An American were wolf in London (Landis,81), el remake de Un hombre americano en París (Waller,97); además, destacan el trío de asesinos seriales suprahumanos de Halloween (Carpenter,78), Viernes 13/Friday the 13 th (Cuningham, 80) y Pesadilla en la calle del infierno/Nigthmare on Elm street (Craven,85) protagonizada por el asesino onírico Freddy Kruguer, o las readaptaciones de los clásicos de horror de los 30 en Bram ́s Stoker’s Dracula (Coopola,92) y Mary Sheally’s Frankenstein (Branagh,94).
Otros filmes del cine fantástico, han explotado y materializado al enemigo en la imagen paradigmática del mal de la cultura occidental postgreco-latina: Satanás. Dicho icono ha sido explotado en cintas como El bebé de Rose Mary/Rosemary's Baby (Polanski, 68), El exorcista/The Exorcit (Friedkin, 73), La profecía/The Omen (Donner, 76), El despertar del diablo (Raimi, 82), o El abogado del diablo/ The Devil's Avocate (Hackford, 97).

THE DEVIL INSIDE
Jack Nicholson en El Resplandor
Cuando el crimen dejó de existir sólo para el periodismo sensacionalista, la literatura pulp y la novela negra, y arrancó su carrera existencial dentro del mundo de la ficción cinematográfica, el mal también pasó a encarnarse en entidades corpóreas tan semejantes a los seres humanos que bien podía ser cualquiera de nosotros (1). De ese modo, el cine estadounidense comenzó a insertar a su sistema los aterradores pero cautivantes casos de la nota roja periodística, o bien, historias ficticias que integraban elementos fantásticos con datos extraídos de casos reales. 
Un ejemplo emblemático de la segunda mitad del siglo XX, donde el mal está encarnado ya no en entidades radicalmente diferentes al humano es El Resplandor (S. Kubrick, 80). En esta cinta, de apabullante delirio de persecución, el agente del mal es la locura de Jake Torrance, es decir, una especie de fuerza dislocada que el ser humano no puede controlar a través de la voluntad, aunque producida por fuerzas paranormales de seres que se resisten a abandonar el mundo y mantienen proyectado el débil resplandor de su breve paso por la vida, la cual les fue arrancada de manera atroz.
Para hablar de la última década del siglo XX, en vías de consolidación genérica se localizan las fábulas realistas de los 90 cuyos protagonistas principales son los seres humanos con distorsiones y anomalías cerebrales; casos de individuos de carne y hueso que, luego de que una tempestad neuronal se tradujera en masacres masivas o seriales, fueron transportados del género periodístico de la nota roja al cine (2). Se trata del subgénero de los serial killers (las figuras privilegiadas del mal de fin de siglo), el cual, después del éxito de El silencio de los inocentes/The Silence of the Lambs (Demme, 91) mostró su capacidad para seducir al público masivo, hasta llegar a la teleserie Millenium/ Millenium de Chris Carter.
Psicosis/Psycho (Hickcock,60), A sangre fría/In Cold Blood (Brooks, 67), Amantes sanguinarios/The Honeymoon Killers (Kastle, 69), Masacre en cadena/The Texas Chain Saw Massacre (Hooper, 74), Henry, retrato de un asesino en serie/Henrey, portrait of a serial killer (McNaughton,90), son sólo algunos ejemplos de esas cintas que han ido conformando un nuevo subgénero fílmico denominado true crime. Ficciones cinematográficas donde las cristalizaciones del mal ya no consisten en ser figuras ajenas a la de los seres humanos, como sí lo fueron los monstruos extraterrestres, los animales mutantes, los muertos vivientes e incluso los psicópatas sobrenaturales como Freddy Krugger o Michael Myers. Ahora, los psicópatas que alguna vez sí existieron, constituidos por una infancia pletórica de torturas y crimen, son los personajes que habitan la geografía de este subgénero de horror realista, donde la amenaza siempre convertida en caos, la tragedia, y el terror de la tortura añadida del personaje de saber que está muriendo al ser descuartizado pieza por pieza, ya no proviene de aquellos organismos radicalmente diferentes a los seres humanos; el terror suscitado por el enemigo ya no radica en aquella fauna fantástica y desconocida que siempre es castigada con el destino de la aniquilación. Ahora, la amenaza proviene de seres humanos que conocen nuestro número telefónico como en Scream (Craven, 96), o que saben lo que hicimos y claman venganza como en Sé lo que hicieron el verano pasado/I know what you did last summer (Gillespie, 97), Scream 2 (Craven, 97), y Leyenda urbana/Urban Legend (Blank, 98), o que, simplemente, persiguen obtener aquel extraño placer de regodearse con el dolor ajeno como sucede en la anticomplaciente cinta austríaca Juegos divertidos/Funny Games (Haneke, 97). (3)
El doble-maldito en LostHighway
No obstante que durante los 90 el mal retornó otra vez al ser humano, las propuestas formales de las cintas mencionadas no han hecho otra cosa que mostrar al mal como otra exterioridad, muy semejante a la de los animales mutantes o los aliens. La propuesta estética de aquellas cintas es tan realista que aspira sólo a representar las fechorías de los humanos malditos. El mal radica en el hombre, es un hecho, pero la representación cinematográfica sigue siendo exterior; el maldito existe más allá de nuestra piel. Ninguna de aquellas cintas ha tomado el reto de explorar el punto de mira mismo del maldito, mostrar el mundo desde de la mirada del personaje-malhechor, como lo consigue de manera magistral Por el  lado oscuro del camino/Lost Highway (97) de David Lynch. La cinta explora y expone los detalles del modo de percepción del sujeto que ha padecido una fuga psicogénica --término médico-siquiátrico referente al cambio de personalidad--, por lo que Lynch sumerge al espectador en la pesadilla misma de la locura. Dado que la cinta ofrece las imágenes de la percepción del mundo del maldito, en este caso un loco, la pantalla se convierte en la proyección fílmica de los estados mentales de un sujeto con distorsiones neurológicas. Dentro del filme, la materialización del mal recae en una figura misteriosa (Robert Blake), quien mantiene una semejanza genética incuestionable con Nosferatu, el cual, como un demonio metafísico, parece acosar e incitar a cometer un crimen al personaje principal Fred Madison (Bill Pullman), no obstante, este misterioso personaje no es otra cosa que una proyección holográfica fabricada en el interior del desorden de neuronas del cerebro de Madison.
Más allá de los atributos narrativos, de los impactos visuales y de la fascinante banda sonora de la cinta, Lynch pone en evidencia uno de los rasgos que definen un aspecto de la contemporeneidad occidental: el mal no es otra cosa que una tempestad incontenible de distorsiones neuronales.
Tony Montana, antes de morir acribillado. Scarface (1983)
Dentro de este rubro de malditos, existe otro donde los humanos, consciente y libremente, transgreden las normas jurídicas conviertiéndose así en criminales; no se puede soslayar todo el cine negro estadunidense, donde el tema de los infractores a la ley se convierte en el epicentro de sus tramas, con películas como Cara Cortada /Scarface (H. Hawks, 1932) y su ya clásico remake protagonizado por Al Pacino de 1983, con guion de Oliver Stone y dirección de Brain De Palma; o la insólita saga de cine gansteril de El Padrino de Francis Ford Coopola, o las ya también clásicas cintas de Martin Scorsese como GoodFellas/Buenos Muchachos (1990) y Casino (1995).

CRIMEN Y CASTIGO
Roy Batty, el maldito "retirado" en Blade Runner
Si el previsible destino de la aniquilación siempre se ha cumplido en los filmes donde el agente maligno es completamente extraño a la naturaleza del ser humano, como sucede en Alien, todavía en los filmes en los que tal agente comenzaba a semejarse un poco al hombre bajo la forma de replicantes rebeldes como en Blade Runner (R. Scott, 82), donde estos eran finalmente retirados, el destino que estos subgéneros le han adjudicado a los malditos pocas veces no ha sido catastrófico. Generalmente, el factor negativo encarando en algún personaje humano o bestial o ambos, es castigado ya sea con la muerte, con la pesadez los recuerdos y la culpa, o con el destino de padecer el suplicio racional-instrumental del encierro cuando el maldito es enviado a los sitios (la cárcel o el hospital psiquiátrico) que la modernidad ha edificado para confinar a los enemigos de la razón y la normalidad.
En esta tendencia del cine hollywoodense de hacer triunfar –luego de una cruenta lucha de poder-- al bien sobre el mal, subyace el tipo de creencia secular –pero cuyas raíces son eminentemente producto de sistemas de pensamiento religioso- que sostiene que si los actos de un individuo transgreden los límites de las disposiciones de un código moral, religioso o jurídico, necesariamente se convertirá en el blanco sobre el que irán a incrustarse las flechas de la tragedia, el castigo y del sufrimiento, es decir, que necesariamente tendrá que pagar el precio de sus acciones transgresoras o malignas. El castigo al malvado, como destino inexorable, de no aplicarlo el sistema jurídico-humano, lo ejecutará esa entidad tan problemática como metafísica denominada la ley de la vida; seudoconcepto que supone que existe un tipo de orden supraterrenal y alterno al de los códigos de las instituciones humanas (discursos con métodos y procedimientos concretos que establecen castigos y sanciones para quienes viven al margen de ellos, además de que fabrican o inventan la figura del delincuente, o el infractor) que al ser violados por el sujeto, este se hiciera acreedor, de modo ineludible, a esa especie de justicia no-humana, que castiga, según este discurso, a todo aquel que quebrante su armonía esencialmente buena.
Para probar la existencia de este estado de cosas basta revisar las cintas citadas, o aquellas fábulas realistas donde los malditos transgreden determinados códigos (morales o jurídicos) por impulsos tanto de codicia económica como de placeres carnales (La sangre de Romeo/Romeo is Bleeding de Peter Medak, o Corrupción judicial/Bad Lieutenant de Abel Ferrara); filmes en los que destaca el espíritu insatisfecho de los personajes con su condición socio-existencial (Todo por un sueño/To die for de Gus Van Sant), detonante nodal del afán transgresivo de sus actos motores, actitud que será severamente castigada a través del suplicio de los recuerdos y la culpa.
Según los engranajes de este sistema de pensamiento, quienes no sigan las líneas conductuales que determinan los códigos éticos, jurídicos o religiosos, están condenados a tener que pagar, tarde o temprano, el precio de sus actos malditos, más allá del profundo e incomunicable placer que tales acciones les hayan producido.



NOTAS
1. El cine negro norteamericano originado en los años 30, destaca por explotar temas criminales, donde los protagonistas principales son los gángsters, asesinos a sueldo, policías corruptos y demás fauna antropológica que vive más allá de la frontera de la ley.
2. Al respecto cabe consultar textos como Asesinos seriales (Ed. Nueva Imagen) y El cine oscuro (Ed. Times Editores) del crítico e historiador de cine Rafael Aviña.
3. Me tomo la licencia de citar un filme realizado fuera de la industria cinematográfica de Hollywood, pues parece no existir otra cinta donde se exponga de manera tan rutilante --a pesar de que todo detalle de violencia explícita sucede fuera de cuadro-- el juego de la humillación, de la tortura física, pero sobre todo psicológica, por simple y llano placer.


** Texto publicado por la revista Origina en el año 2000, y sutilmente “recargado” para esta versión. En próximas fechas aparecerá un nuevo análisis de la manera en que la primera década del siglo XXI ha abordado el temas de los malditos y cómo se ha respresentado el mal en el cine.



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