En la película Brokendown Palace (1999) la actriz británica Kate Beckinsale (1973) aparece como coprotagonista. No sucede así con su decisiva belleza astronómica.
Si bien ella figura en el cartel publicitario en un segundo plano, sus rasgos físicos (la voz incluida) desplazan a una dimensión, prescindible y aburrida, la totalidad del universo del filme (protagonista, trama, fotografía, banda sonora).
El cuerpo, como un insólito desplante de sensualidad desbordada, sostiene el fervor arrogante de la cabellera negra que contrasta, en perfecta sincronía, con el fulgor rosa pálido-lunar de la piel y con el casi furtivo verdor de las pupilas, con las pecas que apenas parpadean sobre la cara su álgebra breve, y todo ello para abrirle paso a la sonrisa como la cúspide que, con la suma de las partes, conforman el límite cósmico de la belleza.
Desde el estreno de la película, han transcurrido doce años; en un principio pensé que era una pena advertir que ella nunca volvería a ser tan bella como lo fue entonces (aunque hoy en día persista casi incólume), en ese momento, aquel que la película guarda y que por ahora le asegura un transitorio retazo de eternidad.
Sin embargo, recordé que el pensamiento de la Antigüedad Clásica argüía que los dioses envidiaban a los hombres, y los envidiaban por su condición mortal, por que, dado ese destino inexorable, cualquier momento podría ser el último. La sucesión en el tiempo nos condena a un incesante proceso de extinción que le otorga a los actos, a las cosas, y a los momentos el aura del encanto de la fragilidad de lo irrecuperable, de lo precario; de otro modo, nos secuestraría la vacuidad del tedio hasta llegar al hartazgo.
El carácter mortal de la actriz, le otorga a su belleza un valor que de otro modo nunca habría podido poseer; condenada a no perdurar y eventualmente a morir, dicha imperfección le da relieve a ese exiguo momento que vimos perderse y que ahora, no sin un afán estéril, trato de recuperar.
Todos los derechos reservados. ©Marco Gutierrez Durán
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